domingo, 12 de noviembre de 2023

Yugo

YUGO

«Con qué poco se conforma una», piensa Remedios mientras pulsa el piloto de la cocina de gas y se inclina para prender un cigarrillo. Aspira con deleite el humo, expulsa lentamente cada bocanada y cuando termina de saborear el primer pitillo que se fuma en paz dentro de la casa, enciende otro con la llama azul y contempla a Leoncia, su madre, sentada frente a un cuenco de sopa de fideos volcado sobre el mantel, toda rígida y morada. Se suelta el delantal que lleva puesto desde que tiene memoria y lo tira al cubo de basura junto a los chantajes y amenazas que le ataban a la tirana.

La mira con desdén, echándole el humo a la cara. Pese a ser centenaria, menudos chillidos pegaba, «¡¡¡putaaa, inútil, marranaaa!!!, y con tal de armar follón, y para arrearle unos guantazos, solía reprocharle que la sopa estaba aguachirri o hirviendo o helada. Era incluso capaz de arrancarse un pelo del pubis y echárselo al caldo para insultarla.

Mientras apura el cigarro, observa pasmada las antenas de un insecto que asoma entre los labios azulados. «¿El grillo de la jaula? Vaya descuido que ha tenido, ¿eh, madre?» murmura dando otra calada.

Windows

WINDOWS

En este resort de Cancún puede uno incluso cansarse, ya ves tú, de beber cada tarde una piña colada con medio cuerpo dentro de la piscina o una cerveza bien fría acompañada de unos pistachos tumbado en una hamaca. Es la sensación que le da a Pepe la visita virtual que está haciendo por la web de una agencia de viajes de lujo. También es verdad que no es un problema difícil de solucionar, porque puede uno bajar en chanclas por una pasarela de madera hasta la playa privada, con sus palmeras, su arena blanca y su agua cristalina, tan cristalina que se ven los pececillos azules, violetas y naranjas, alguna langosta por el fondo del mar y ¡ostras!, un tiburón blanco que avanza veloz hacia él, con esa mandíbula llena de dientes afilados. Y Pepe, que no sabe nadar y a duras penas se mantiene a flote, traga no sé cuánta agua antes de alcanzar con torpes brazadas la orilla, donde con todo el cuerpo temblándole intenta recuperarse del susto más grande de su vida.

Y cuando llega Marta del trabajo en el supermercado y se sienta agotada en el sofá, Pepe se baja las mangas de la camisa para ocultar sus brazos bronceados, mete tripa para disimular el par de kilitos que se cogió mientras recorría el bufet y le dice que este verano le apetece más, en vez de playa, irse a una casa rural.

Todo en vano

TODO EN VANO

Vaya tontadas que preguntas, Gonzalo, pues claro que prefiero estar aquí contigo, tumbados sobre la hierba en la orilla del río, a la sombra de los chopos, con los pies a remojo, viendo las garzas volando, los patos nadando, las truchas saltar. No, tampoco a mí me apetece madrugar mañana y ponerme a hornear pan en la tahona, con el calor que hace aún, después de estos días de relax. Pero ya sabes que no cuela lo de tu garganta inflamada, la alerta roja por huracán, que quites las pilas al despertador y menos todavía que garabatees en el calendario de la cocina un «32» en la última casilla de agosto.

Suite nupcial

SUITE NUPCIAL

«¡Qué cosquilleo más delicioso en el cielo del paladar!», sonríe Camille mientras da un sorbo a la copa de Dom Perignon. Después la posa en la bandeja, se sienta sobre la cama de dos metros bajo el tul del dosel, coge uno de los bombones Cailler, retira delicadamente el envoltorio verde y plata y le da un mordisco. Y es tal la explosión de placer, con el licor de cereza mezclándose con el del chocolate que se funde en su boca, que cierra los ojos para disfrutarlo mejor y se deja caer sobre la colcha, cubierta de claveles y de rosas y de orquídeas y de peonias. Y como no podía ser de otra manera, con la tibieza de los pétalos acariciándole los brazos desnudos, la fragancia de las flores, el sabor de los productos gourmet y el confort del colchón viscoelástico, se queda medio dormida, con expresión de placer, soñando con un riachuelo, unos nenúfares, unas campanillas, vamos, el mismísimo paraíso… hasta que sobresaltada grita «¡ay, me ha picado una avispa!», y se incorpora de un salto. Pero no es una picadura, no, sino un pellizco de Marie, la otra camarera de piso, «así no duras ni dos días aquí», le advierte, mientras se termina lo que queda del bombón, recoloca las flores de la cama y se lleva a rastras a una todavía aturdida Camille a continuar con la siguiente habitación.

 

Rasguños

RASGUÑOS

Sospecha al dar un respingo el abuelo Teo que se ha debido quedar un rato traspuesto, porque antes se veía la alfombra del salón y ahora está cubierta, de un lado, por montañas de papel arrugado, trozos de porexpan, cajas abiertas y manuales de instrucciones. Y del otro, por una serie de dispositivos que el hombre mira sin entender para qué son: una tablet, un portátil Genio, un reloj Vtech, una consola Nintendo, un Smartphone, una cámara de fotos Kidizoom, unas gafas 3D, una diana electrónica y no se sabe bien cuántos videojuegos.

Son los regalos del cumpleaños del nieto. Posa su mirada en el pequeño, que se regocija mientras hace explotar las burbujas de un plástico de embalaje, pero sus padres le apremian, «no hagas el bobo, Jorge, y abre el de tu tía Menchu», y el niño continúa recibiendo paquetes, bostezando, repartiendo besos, hasta que ya ha abierto todos los obsequios. Entonces, le mandan al cuarto a jugar, y en la frágil neblina en que se van convirtiendo los recuerdos del viejo, se forman jirones de imágenes en blanco y negro de cuando tenía la edad del nieto. Y esboza una sonrisa al evocar los charcos que sorteaban durante los largos meses de invierno, las farolas rotas a balonazos o pedradas, las huidas a todo correr calle abajo, las costras en las rodillas, aquellos toboganes altísimos, las brechas que se hacían en los columpios de hierro.

Polizones

POLIZONES

Como apenas eran unos críos, no sabían nadar y temían que nadie los contratara, se colaron Reinaldo y Tadeu de extranjis en la bodega de una pequeña embarcación, donde un barbudo estaba soltando amarras. Cuando sus ojos se hicieron a la oscuridad, les sorprendió muy gratamente encontrarse la tarima recién fregada y unos camastros bastante cómodos, con almohadas llenas de plumas y colchas de fina badana. A cada lado, había una silla con un cojín para la espalda y un tablero a modo de mesa sobre el que estaban dispuestos una vasija con agua fresca, un odre de vino, un barril lleno de delicioso licor, hogazas de pan, tiras de carne y pescado en salazón, naranjas, peras, ciruelas deshidratadas, olivas, nueces, miel y unos dulces almendrados muy ricos. Manjares que, desde luego, no esperaban encontrarse en un lugar así. Aquella iba a ser, decidieron, una experiencia inolvidable.

Notaron que el barco zarpaba mientras, tumbados sobre el jergón, daban buena cuenta del vino y escupían huesos de aceitunas, a ver quién los lanzaba más lejos. Habían oído, allá en su aldea perdida entre montañas, que aquellos navíos regresaban cargados de tesoros y su idea era volver a casa, muy ufanos, con unas cadenas al cuello, sortijas de brillantes en los dedos, coronas en la cabeza, túnicas ricamente bordadas con hilos de oro, diamantes, zafiros; esas cosas que llevan los reyes de los cuentos.

Les estaba haciendo efecto el alcohol, ese sopor tan placentero, cuando se abrió chirriando una puerta y entró el barbudo, que se presentó como el capitán, el vigía, el jefe de máquinas, el contramaestre, el grumete, el cocinero —«todo lo hago yo, en estos tiempos que corren nadie quiere enrolarse, ¡ay!, esta juventud», se lamentó, los abrazó emocionado, se alegró de verlos ya instalados y les agradeció que le acompañaran a atravesar aquel océano lleno de amenazas, monstruos espeluznantes, ballenas asesinas, bestias abisales que clavaban sus dientes en la quilla de madera, serpientes gigantes que se enroscaban todo alrededor del casco hasta reventarlo y hundirlo, y resto de peligros del que muy, muy pocos barcos, regresaban.

Lluvia de estrellas

LLUVIA DE ESTRELLAS

Toda suspiros era Mariví desde que la invitara el Juancho a ver las Perseidas en el Seat Panda que le dejaba su padre. Mientras se ponía colorete y carmín y unas gotas de perfume detrás de las orejas, gesticulaba frente al espejo, entornaba los ojos, parpadeaba coqueta, sacaba y metía la lengua, fantaseando con una noche de pasión. No tenían cabida en su imaginación el olor al ambientador de pino que colgaba del espejo retrovisor, el de las colillas de Ducados del cenicero, las moscas pegajosas, la cerveza caliente y, mucho menos, los nubarrones que esa noche cubrirían completamente el firmamento.

La casa en la colina

LA CASA EN LA COLINA

No era un empleo de esos que terminas la jornada deslomado y tampoco es que hubiera mucho que hacer en aquella casa. Las telarañas del techo les dejó claro doña Genoveva, la dueña, que no le molestaban, y el polvo que se posaba en cómodas y estanterías y la pelusilla de las alfombras tampoco era una cosa que le quitase el sueño. Los cristales de ventanas y balcones los prefería sucios; total, para lo que hay que ver, les había dicho mientras descorría los cortinones de terciopelo del salón y salían al jardín por llamarlo de alguna manera, que rodeaba la casa. Parecía aquello una jungla, totalmente cubierto de maleza, ortigas y zarzas, pero ella les dijo que ni tocarlo, que le gustaba así, decadente, agreste, natural. En la planta de arriba les mostró la que sería su habitación, que tenía un dosel sobre una cama enorme y un baño con unos sanitarios muy antiguos, pero que sería para ellos dos solos. En el cuarto donde dormía la señora, el baño que usaba y su salita de estar, donde se sentaba a bordar, tomar el té o escribir cuando la musa la visitaba, no tendrían que entrar, según les indicó, a nada de nada.

A Nicoleta y Florin, que buscaban a la desesperada un lugar donde alojarse y dejar atrás el cuartucho húmedo y lúgubre donde malvivían, les pareció el maná, mejor que tocarte la lotería. Así que esa misma tarde trajeron sus escasas pertenencias y se instalaron tan contentos. Antes de la hora de cenar, y según establecía el contrato que habían firmado, Florin, armado de brocha y una lata de pintura blanca, se dispuso a cubrir en las paredes del salón una serie de manchurrones producidos por la humedad. Le parecieron caras fantasmagóricas bocas suplicantes, miradas desencajadas, semblantes de terror y surgían cada tarde provocadas, según doña Genoveva, por unas filtraciones en la instalación de fontanería. Nicoleta se aplicó en coser unos desgarrones en una sábana muy desgastada que en algún momento fue blanca «los dos agujeros del medio déjalos» le había indicado y una vez planchada y almidonada, se la llevó doña Genoveva a su estancia después de despedirse de ellos hasta mañana.

Al poco de acostarse aquella primera noche, comenzaron a escuchar unas voces a ratos susurrantes, a ratos más altas, el sollozo apagado de una mujer, el crujir de los peldaños de madera, el ruido de cadenas que se arrastraban, el golpeteo de las contraventanas, el aullido del viento…

Todos estos ruidos son muy de pelis de sustos temblaba Nicoleta, abrazada a Florin.

Y él, para meterla más miedo, bromeaba con que podría tratarse de psicofonías, fenómenos paranormales. Y en esto discrepaban, por más que aguzaran el oído, pero en lo que sí se pusieron de acuerdo fue en que no se les olvidara comprar, al día siguiente, un arsenal de tapones de algodón en la farmacia, porque de aquella casa, no se marchaban.

Estigmas

ESTIGMAS 

Se le encogía a uno el alma al oír sollozar a aquel paciente, sus aullidos eran de auténtico pavor. Fíjese hipaba muy alterado, de rodillas sobre la cama, levantándose hasta el cuello el camisón en los latigazos de la espalda. Y mire la llaga que me hicieron con la punta de una lanza desvariaba señalándose el costado. Y estos agujeros proseguía, casi ronco, mostrándome la palma de las manos son de cuando me clavaron a la estaca.

En medicina lo llamamos síndrome post-UCI. Ocurre a veces que al despertar del coma sufren alucinaciones y ataques de pánico. Yo intentaba calmarlo, enseñándole con un espejo el torso, los pies, para que viera que solo había sido un mal sueño. Pero mientras le enjugaba la frente empapada en sudor, descubrí espantado una espina clavada en su sien.

 

Cumbres nevadas

CUMBRES NEVADAS

Rodeadas de matojos secos y desperdicios se ven unas cuantas caravanas junto a esta carretera de Arizona. No se diferencian entre ellas: todas están sucias y desvencijadas, algunas tienen las ruedas pinchadas, otras los cristales rotos. Cualquiera que circule por aquí pensaría que están abandonadas, pero si se apease y se asomara a la más apartada podría ver a Ted roncando entre colillas y botellas vacías. Y, encadenada con un grillete, a MaryLou tarareando nanas, soñando con las nieves de Wisconsin, despegando de la tira que cuelga del techo las moscas que agitan desesperadas sus patas, arrancándoles con suavidad las alas.

Corazón partío

CORAZÓN PARTÍO

En mil añicos, como un cristal que recibe el impacto de un proyectil, se le rompió a Annie el corazón cuando vio a Eric dando un beso con lengua a su mejor amiga a la semana de comenzar el curso. Sin ningún ánimo ni ilusión y con muchas lágrimas derramadas y sin derramar, los fue recogiendo uno a uno, siguiendo un instinto hasta entonces para ella desconocido, notando el dolor punzante que aquel desgarro de la víscera le había producido.

Los fue uniendo con desinterés, de cualquier manera, con celofán, grapas y pegamento. Cuando hubo terminado, dejó el amasijo ahí, en el hueco donde antes palpitaba despreocupadamente un órgano rosado, mullido e infantil y no volvió a prestar atención a su latido hasta que, mes y pico después, durante la fiesta de disfraces de Halloween, se le acercó Tommy, le cogió de la mano y le susurró no se sabe qué al oído.

Chic

CHIC

La cantina se llama ahora bistro «Chez Dennis» y se ha hecho popular por su cóctel caliente, el «Caffé au Cognac», considerado por su distinguida clientela un delicatesen que nadie debería perderse.

Cuando baja la persiana, Dennis vuelve a ser Dionisio, se quita el acento francés, cambia la música de cabaret por unas rumbas y se reúne en la cocina con su Brígida en horario laboral, Brigitte, para comentar el acierto de reinventarse y poner el carajillo en una copa de vidrio tallado, obsequiando con un dedo extra de licor, pero en vez de a dos cincuenta, a ocho euros.

A fuego lento

A FUEGO LENTO

A Nel por un oído le entra y por otro le sale lo que comentan las muyeres entre fogones. Qué más le da a él si asustaron a las fabes, si toca añadir el azafrán, el chorizo, la panceta, si ahora un rato haciendo chupchup. Pero no les quita ojo, porque el olor del puchero le hace literalmente la boca agua y ni se entera de que se le está cayendo la baba hasta que la madre le ajusta el babero, le da una cucharada y siente un enorme placer al deshacerse por primera vez una fabe en su boca.

24/7

24/7

Desplazándose con sus bandejas llenas entre las mesas comienza Rob su jornada: cuatro de chocolate con churros para la uno, pincho de tortilla y café para la tres, croissant natural, magdalena y dos tés para las chicas de la seis. Silencioso, diligente y esquivando sillas fuera de su sitio o algún despistado que no lo ve, regresa a la barra parándose a recoger servilletas, cubiertos sucios, platos y tazas vacíos de los desayunos terminados por los clientes.

Así sin parar hasta la hora del cierre. Después lo dejan cargando la batería en el almacén, y listo para el día siguiente.

domingo, 16 de julio de 2023

Vacaciones en París

VACACIONES EN PARÍS

¿De qué te quejas, Domitila?, se repite Domitila asomada a la terraza de la suite del Hotel Ritz. El matrimonio para el que sirve se ha llevado a los niños a Disneyland y le han dado la tarde libre, pero sin consultarle si era lo que ella quería. De hecho, no se le ocurre qué va a hacer con tantas horas por delante, porque las maletas las deshizo nada más llegar y toda la ropa se halla bien ordenadita en armarios, cajones y perchas. Así que a ver con qué se puede distraer.

Pasa el dedo por encima de los aparadores, pero ni una mota de polvo; la tarima de parqué reluce de una manera insultante, las cortinas están planchadas y almidonadas. Se arrodilla para comprobar lo que ya se imaginaba: ni una pelusa, ni una triste pelusilla, se ha quedado sin quitar de debajo de las camas.

Entra en los dos aseos y, cómo no, todo está a estrenar: el jabón líquido, la pasta de dientes, el gorro de ducha, el peine, el champú… todo, todo en botes de plástico nuevos. Los inodoros no le hace falta examinarlos, ya se fijó nada más entrar que estaban con unos precintos. En fin, que hasta las flores de los jarrones que hay por las mesillas son frescas y huele todo superbién.

Total, que Domitila se siente como pez en el agua pero al revés: incómoda, disgustada, aburrida. Desde su posición privilegiada, con la ciudad a sus pies, observa el tumulto de ahí abajo, pero ni se le ha pasado por la cabeza salir a la calle a dar una vuelta por Montmartre, tomar un café au lait, mirar escaparates en los Campos Elíseos, hacer fotos a la Torre Eiffel  o entrar a un museo. «A ver si te vas a perder, que tú eres de pueblo», se dice un poco más animada, pues se ha quitado la ropa de calle y se ha puesto la bata de lunares flamencos y unas pantuflas a juego que compró antes del viaje en un mercadillo. Y es verse en el espejo y sentir que todo está en orden. «Como en casa, en ningún lado», piensa, tras luchar con el mando a distancia y encontrar una telenovela venezolana en el canal internacional. Va de malentendidos, de desamores, las cosas que a Domitila le entretienen bien.


Uña y carne

UÑA Y CARNE

Lo raro habría sido ver a las dos hermanas Miller bebiendo apaciblemente una limonada fría en el zaguán del rancho o saliendo a pasear junto a los maizales mientras charlaban de sus cosas. Desde bien pequeñas, lo habitual era encontrárselas empujándose en los columpios del parque, engarradas sobre el césped tirándose de los pelos o llamándose mema o mamarracha. Peleaban a todas horas, siempre pretendiendo ser mejor que la otra. En lo que fuese. Creen sus padres que esta rivalidad les viene desde el útero materno, cuando crecían los dos fetos de una manera tan desigual que Mary, la primera en venir al mundo, pesó casi cuatro kilos al nacer mientras que Alice se quedó en uno ochocientos y tuvo que permanecer unas semanas en la incubadora. Ahora bien, que nadie piense que pese a sacarle Mary una cabeza a la hermana ganara siempre todas las trifulcas. Lo cierto es que en general van a moretones y arañazos bastante igualadas. Menuda es Alice y cómo se las gasta.

Pero a pesar de tanta hostilidad, ambas son inseparables. Han dormido siempre en la misma habitación, han compartido pupitre en todos los cursos del High School y actualmente se encargan de atender a los animales del rancho. Diez vacas, una yegüa a la que se pelean para cepillar o montar, dos gorrinos y un corral lleno de gallinas y patos. La última enganchada la han tenido hace nada, a cuenta de una apuesta que echaron. Que si esos huevos son de gallina, decía Mary, que si son de pato, aseguraba Alice, y como no podía ser de otra manera, en cuanto han eclosionado, han comenzado a liarse a bofetadas.

 

Tráfico

TRÁFICO

El automóvil avanza por una carretera llena de baches, curvas, subidas y bajadas, al borde de unos acantilados. Es de noche cerrada, hay niebla y además vienen coches de frente a excesiva velocidad. A Jean-Pierre le sudan las manos, la camisa la tiene empapada y los pantalones de lino se le han pegado, y eso que lleva escasos diez minutos agarrado con fuerza al volante, girando a la izquierda, a la derecha, cediendo el paso o parando en un stop, según las señales que le salen al paso en mitad de la oscuridad.

En un tramo de raya continua, un camión cisterna que viene detrás se pone a adelantarle. Cuando está a su altura, Jean Pierre ve delante una luz posiblemente de una moto y para evitar el choque frontal, reduce velocidad, se echa a un lado casi rozando el quitamiedos, frena, se quita el cinturón y sale del simulador, dando un traspiés, mareado, unos segundos antes de que la prueba haya acabado. Se encuentra fatal y está con ganas de vomitar, pero se aguanta hasta que viene el examinador, le da una palmada en la espalda y le comunica que ha superado la prueba y su carné está renovado.

 

Top model

TOP MODEL

A su madre le cuenta que ha quedado con las amigas, que van a dar una vuelta al centro. Desde detrás de las cortinas de la ventana, cada tarde, la mujer observa con tristeza a Sandra meterse sola en la boca del metro.

Más tarde, elige alguna de las estaciones más abarrotadas de la capital y se apea. Durante la tarde, se dedica a mirar boutiques de lujo parándose en los escaparates. No se fija en lo de dentro sino que aprovecha para ver su reflejo y recomponer su aspecto. Entra en un McDonald´s y se acoda junto a la ventana, donde mordisquea lánguidamente una hamburguesa. Después, en otro establecimiento de moda, se pide un helado y lo va dando breves lametazos, haciendo que dure, mientras completa varias vueltas a la plaza. Sube y baja la avenida peatonal, atestada de gente que sale cargada de bolsas de los comercios.

En fin, dejarse ver, ese es el plan. Que un ojeador avispado, un cazatalentos, se fije en ella, como a esas modelos a quienes descubrieron en la calle haciendo cosas tontas, como cruzar un semáforo o abrir un paraguas o dejar que el viento les robe el sombrero, y ahora viven en New York, y viajan por el mundo entero. Y poder así dejar atrás esta vida deprimente y vulgar, de la que lleva intentando escapar tanto tiempo.

Cuando concluye la ronda son casi las doce. Cabizbaja, y cada día más cansada, se sienta en un banco solitario del andén a esperar el tren que la llevará de vuelta a la periferia. Es el peor momento, el del regreso. Lleva con esta historia desde los dieciséis, calcula mientras estira con los dedos un mechón de pelo y, pese a la luz pobretona del techo, constata deprimida que cada vez hay más canas y menos de su pelo negro.

 

Tierra adentro

TIERRA ADENTRO

Cuando muera quiero que lancéis mis cenizas al mar repetía últimamente la tía Águeda.

Nos había extrañado que nos hiciera prometer eso, y más teniendo en cuenta que nunca había demostrado el menor interés por la costa o la playa. De hecho, siempre ponía excusas para no moverse del pueblo.

Como en casa en ningún sitio. Y ya podías insistir que ella erre que erre.

Pero en las últimas semanas, la demencia senil que padecía nos estaba dando algunas sorpresas. Se ponía vestidos que llevaban una eternidad en el desván y apestaban a alcanfor y escuchaba música de tiempos remotos en el tocadiscos. Iba en una especie de danza con el tacatá por la casa, por el jardín. Una vez tuvimos que sacarla de la piscina donde había caído al resbalar.

Quiero ver el mar, que nunca lo he visto nos espetó un buen día.

El doctor autorizó su salida, añadiendo que siempre es saludable respirar la brisa marina y que total, para lo que le quedaba, que no le quitásemos el capricho.

El viaje de doscientos quilómetros duró siete horas pues cada dos por tres teníamos que parar para que hiciera pis. No había querido llevar pañal porque se había puesto unos pantalones vaqueros, que a saber de dónde los había sacado, y decía que se le marcaba mucho. Después de la última gasolinera, cuando empezaba el aire a oler a mar, la tía Águeda se quedó dormida y ya no volvió a despertar.

Sus cenizas las enterramos debajo de las azaleas que con tanto mimo cuidaba.

Selección natural

SELECCIÓN NATURAL

No bastó con que las diarreas se cebasen con los más pequeños, segando la vida de más de la mitad de ellos. Las nieves duraban demasiado, se les acababan las provisiones, no podían salir a cazar ni a recolectar y el número de habitantes de la caverna no paraba de crecer. Normal, ¿qué otra cosa podían hacer durante aquellas noches de intenso frío más que arrimarse bien para que no se les escapase el calor?

Llegó un momento en que la situación se tornó dramática. Fue cuando una mamá descubrió horrorizada a un niño de cinco años mordisqueando la pantorrilla de su bebé.

Canibalismo no, esto no puede ser murmuró el chamán de la tribu, retirándose al fondo de la cueva a consultar con los dioses.

Cuando regresó, ya tenía tomada una decisión: había que hacer recortes en la población más numerosa e inútil: los niños. Los sacrificios humanos eran cosa de un pasado cruel, entonces, ¿cómo hacerlo? ¿Dejar a este, condenar al otro, en base a qué? ¿Es mejor que muera fulanito, salvar a menganito? Los moradores de la gruta, casi todos con una extensa prole, se rascaban la cabeza sin saber qué hacer.

Pero el chamán sí lo sabía. Llevarían a los niños a jugar cerca de la orilla del río, y cuando anocheciera y las bestias bajaran a beber, se iniciaría la carnicería y la desbandada, logrando ponerse a salvo tanto los más fuertes y veloces, futura mano de obra de la tribu, como los más inteligentes, futuros estrategas, aquellos que mantuviesen la cabeza fría y supiesen esconderse bien.

Romance de un día

ROMANCE DE UN DÍA

Coincidieron en la caseta de tiro. Él, en racha, acumulaba tantos puntos que le regaló el peluche gigante y mirándose embobados se fueron a comer choricillos fritos y calamares. Sin soltarse las manos, compartieron de postre churros con chocolate y un algodón de azúcar donde lametazo va, lametazo viene, se dieron su primer beso.

Abrazada a su cuello, fantaseaba con la boda, el adosado, el perro, y suspiraba por lo rápido que se va luego la vida, viendo crecer a hijos, a nietos… Pero cuando en lo alto de la noria él le vomitó toda la cena encima, se le hizo eterno el llegar abajo, apearse y salir de allí corriendo.

Ring Ring

RING RING

Unas pisadas en la arena mojada serán lo último que quede del señor Romero antes de que una ola pase por encima y en su retroceso las borre, dejando en la orilla el caparazón vacío de un cangrejo y unas algas. Ni rastro del hombre hallarán, al día siguiente, salvo un reguero, desde el agua hasta donde se bajó del taxi, de un pantalón de tergal marrón con cinturón, un jersey de cuello en pico granate, unos zapatos de rejilla con unos calcetines de canalé negros dentro y una chaqueta de lana gris. Los calzoncillos, por pudor, no llegará a quitárselos; solo de pensar que la marea arrastre su cuerpo a algún arenal y lo encuentre una mujer le hace sentir muy turbado. Se imagina a la descubridora del cadáver con un palito en la mano, mirándole a cierta distancia con asco y aprensión, y él ahí, panza arriba y despatarrado, sobre un muslo su pene lacio del que solo queda un glande pálido y arrugado, o lo que es peor, mordisqueado por los peces. Y el vientre hinchado, los dedos de las manos comidos por los depredadores, el rostro desdibujado, quizá sin nariz, dependiendo del tiempo que tardase el mar en regurgitarlo.

No había considerado el señor Romero el asunto del hallazgo de su cadáver y ahora, dándole otra vuelta, se le ocurre que también podría ser que cayese en las redes de un barco pesquero y arruinar así su faena, o quedar flotando indefinidamente en el gélido mar, o dando vueltas como un pelele a merced de las corrientes marinas. O incluso olvidado, para siempre, en el fondo del océano rodeado de esas criaturas luminiscentes llenas de dientes afilados.

Además de todos esos inconvenientes están también el frío, la humedad que se te mete en los huesos y el rato horroroso entre que te ahogas y no mientras las estrellas brillan indiferentes al drama en el cielo negro. Tanta agonía no se ve él capaz de encarar, por muy solo y deprimido que se encuentre, por eso se retracta y cuelga antes de que al otro lado del hilo telefónico una voz metálica conteste: «Radio Taxi, dígame».

Réquiem

RÉQUIEM

Se le ocurrió un día a Leandro, propietario de una funeraria, ofrecer un extra al contratar el servicio de pompas fúnebres. Por supuesto a sus expensas, como detalle para los familiares. Pero sin avisar; le satisfacía enormemente poder mitigar un poco su dolor con esta iniciativa.

Una vez acomodado el cadáver dentro del féretro lo llevaba al velatorio. Allí ya estaba preparado el atrezo y emprendía la puesta en escena, que mantenía durante unos diez minutos, exclusivamente para los familiares que primero llegaban. Oscurecía la sala, dejando apenas unos hilillos de luz naranja o morada o azul; escogía una música u otra, pero siempre algo animado; y calentaba en los quemadores unas esencias de vainilla, de yerbabuena o la infantil, nunca incienso, según quién fuese el muerto y, sobre todo, según su intuición.

La mayoría de la gente estaba más a su duelo y ni se enteraba de si olía a jazmín o si sonaba Beethoven. Alguno sí se lo agradeció, como un señor que iba un poco piripi y que no solo se equivocó de sala y por tanto de muerto, sino también de olor, confundiendo el que había puesto de fresas silvestres con la terraza llena de geranios de su madre fallecida.

También en una ocasión, pecando de un exceso de optimismo, se generó un momento muy tenso al sonar la canción del grupo Parchís, «Cumpleaños Feliz», en el velorio de Josín, un niño que se había aplastado el cráneo al caer desde un castillo hinchable en la fiesta de su sexto y último aniversario. «Cómo iba a saber esto yo», se disculpó tremendamente compungido Leandro. Tras aprender mucho de este error, intentó ser más cuidadoso en lo sucesivo con la selección musical.

Hoy se le ve muy complacido, está segurísimo de haber acertado al poner encima del ataúd la foto de la difunta a la edad de veinticinco, disfrazada por Carnaval con un vestido rococó en un salón de baile. No hay más que fijarse en el viudo, don Romualdo Martínez, noventa y dos años, todo pensativo mirándola. Leandro imagina los recuerdos que se le pasan al abuelo por la cabeza, la juventud vivida, los viajes, ¡quién sabe si a Mallorca, a Venecia o a Berlín!, toda una vida llena de momentos felices junto a esa hermosa mujer. Entretanto, Romualdo Martínez se rasca la calva, se coloca bien los lentes, frunce el ceño, se muerde la lengua, acerca a la foto la nariz y clava atento la mirada en unas sillas que aparecen al fondo, intentando distinguir si son de ébano o fresno.

 


Readymade

READYMADE

A Mary Josephine le explicas el arte conceptual y como si se lo dices en pekinés: ni lo entiende ni lo va a entender, aunque le pongas traductor simultáneo. Ella se limita a ir a limpiar la galería de arte donde la han contratado en París y que la dejen en paz. Y como no habla francés, mejor; así va a lo suyo y nadie la entretiene.

Llé-né-sé-pá contesta, pronunciando lentamente las sílabas con su acento africano, a todo el que se le acerca a preguntar que dónde están los toilettes. Eso y el mercie, el au voir y poco más es lo único que se ha aprendido en los dos meses que lleva en esa ciudad.

En realidad, se está planteando que igual no se aprende ni una palabra más del idioma y se marcha para otro país. Tiene todo el rato en la cabeza el runrún de mudarse, porque de esta gente no entiende ni el idioma ni nada. Que en su Zimbabue natal no tuvieran aspiradores eléctricos, pase, pero aquí los ha visto en tiendas y cafeterías, y a ver por qué tiene ella que barrer con una escoba. Tampoco alcanza a comprender que la gente pague veinte euros por una entrada y se quede media hora mirando y haciendo fotos a un urinario homenaje al gran Duchamp que han colgado en una sala de la pared. No dejan usarlo; de hecho, hay un vigilante sentado que no permite que nadie se acerque, dos cámaras grabando y todo lleno de carteles, que intuye Mary Josephine que son para prohibir que nadie le dé por hacer pis ahí.

Pero a lo que menos se acostumbra la buena mujer es a esos grupitos de estudiantes que vienen cada semana de la Escuela de Bellas Artes, se sientan en cualquier sitio y le piden s´il vous plaít que les deje pintar en sus cuadernos el cubo con agua jabonosa y la fregona con la que limpia el suelo.

 

Próxima parada

PRÓXIMA PARADA

Pese a la niebla tan densa que impedía ver lo que había a un metro de distancia, el autobús continuaba su ruta sin salirse de los márgenes de la carretera. A través de alguna ventana que había quedado sin cerrar, se colaba esa bruma húmeda, tan espesa que aunque la madre rodeaba con un brazo el cuello y con el otro el torso del niño apenas podían verse los cuerpos y era imposible que sus miradas llegaran a cruzarse. Aún así el niño detectaba con inquietud que algo iba mal, pues nunca antes le había temblado de aquella manera la voz a su madre mientras le susurraba palabras tranquilizadoras. Decía «pronto llegaremos» y «ya falta poco».

Pero las horas pasaban y nada ocurría. Fue entonces cuando el pequeño empezó a revolverse en el asiento. Pese a que ella lo sujetaba con firmeza, logró zafarse y se puso en pie. En ese momento, su cabeza cayó rodando por el pasillo hasta debajo del asiento donde debería haber estado sentado el conductor, quedando atrapada entre los pedales donde tendrían que haber estado sus pies.

Nadie conducía aquel autobús.

El niño se sintió rarísimo mientras su madre recogía la cabeza del suelo, regresaba a su sitio, la colocaba encima de los hombros de donde se había caído y volvía a abrazarlo como al principio. Por la mente aterrorizada del niño se sucedieron en ese momento una serie de imágenes: él desobedeciendo, travieso, y quitándose el cinturón de su sillita para hacer rabiar a la madre; la madre soltando el volante y girándose para abrochárselo; de repente una curva; un muro de hormigón; salir despedido hacia la luna delantera. Y nada más. Todo teñido de rojo.

En ese instante unos rayos de luz comenzaron a colarse débilmente entre la niebla.

 

Performance

PERFORMANCE

La señora Baker, ama de llaves de los Brown, fue llamada a la presencia del Todopoderoso estando plácidamente dormida en su cama, con su mejor camisón y tapadita hasta las orejas con una manta. Ocurrió un domingo por la tarde, al rato de haberse acostado después de concluida su tarea, así que le cogió la muerte con la satisfacción del deber cumplido y minutos antes del desastre que le habría provocado, con toda seguridad, un jamacuco irreversible. Alabado sea por tanto el Señor por su don de la oportunidad, dirían aliviados los Brown unos días más tarde, durante su funeral.

Porque la señora Baker había servido en aquella casa desde los quince años, y con noventa y cinco, ya retirada, continuaba viviendo con la familia y por no sentirse una inútil la permitían el mantenimiento de la vajilla de porcelana. Así que, desde primera hora de cada domingo, sacaba las piezas del aparador, las disponía delicadamente en el suelo y se sentaba junto a una palangana de agua espumosa que ya tenía preparada. Después, jabonaba uno a uno los doce platos llanos, los doce hondos y los doce de postre, así como cada una de las doce copas de agua, vino blanco, vino tinto, licor y cava. Una vez que estaba todo limpio, secaba cada pieza con muchísimo cuidado con unos paños de algodón, y tras abrillantar, volvía a colocarlo todo en sus baldas. A continuación, hacía lo mismo con las tazas de té, soperas, ensaladeras, salseras, hasta dejarlas relucientes. En fin, que se pasaba toda la mañana y parte de la tarde entregada a la labor. Ese día almorzaba únicamente un sándwich sentada en el parqué y se retiraba a su alcoba como a las cuatro, deslomada pero feliz.

El resto de la semana se dedicaba a descansar, hacer algún crucigrama del Daily News y recuperarse hasta el siguiente domingo al que, como ya se ha dicho, no llegaría la buena mujer, pues los Brown tenían una hija, Cloe, que cuando no se tomaba la medicación lo mismo le daba por decir que quería ser misionera en el Congo o puta en una esquina del Soho, y ese domingo, mientras la señora Baker exhalaba su último aliento, apareció la muchacha diciendo que era artista. Su obra consistió en estampar, una a una, todas las piezas de la vajilla contra el suelo y la pared mientras lo grababa con el móvil.

Oro

ORO

Después de cada infidelidad, de cada bofetón, él siempre se arrodillaba a sus pies, se encogía en su regazo y llorando y gimiendo con todo su ser, le suplicaba que le perdonase, que no lo volvería a hacer, que había sido un arrebato, un desliz pasajero, que ella era su único amor, su única mujer. Entonces le ponía en un dedo un anillo de oro de varios quilates, en la muñeca un reloj Cartier, una cadena en el cuello… y tantos habían sido los arranques de cólera que se iba llenando de alhajas el joyero al mismo tiempo que su corazón se convertía en un témpano de hielo.

Al principio, sentada en su tocador frente al espejo, se le pasaba por la cabeza dejar atrás todo aquello y huir de esa jaula de oro. Pero enseguida cogió gusto a ponerse y quitarse broches y pulseras y pendientes, a pasearse por la casa con la diadema de diamantes. Y tanto se admiraba de poseer unas joyas tan valiosas que pronto ignoró esos anhelos, aunque cuando se cubría con maquillaje cada último moratón lo hacía apretando fuerte los dientes.

...

Los últimos

LOS ÚLTIMOS

No hablaban, aunque si lo hubiesen hecho no habrían podido oírse. Debajo de las escafandras, en cuyo dorso podía leerse Sidney McGregor y Leslie Smith,  los dos últimos supervivientes llevaban tapones y las orejas vendadas para aislarse del crujido de huesos, de los chillidos de las ratas, del zumbido de los miles de insectos que revoloteaban sobre los pedazos de carne humana.

Al salir de sus zulos, después de la explosión, se habían topado con una jauría de carroñeros que masticaban los dedos de una mano, arrancaban los ojos, nariz y labios de una cara y rasgaban a dentelladas y zarpazos el vientre de una mujer embarazada, despedazando como si fuera plastilina el cuerpo del feto no nacido, aún caliente y con latido.

Era más de lo que podía soportar un ser humano. Pero ahí estaban los dos supervivientes, entregados a dar sepultura a tantos cadáveres como pudiesen, hasta que las fuerzas dejaran de acompañarlos. A pedradas, con palos y un soplete que encontraron, los ahuyentaban y durante varios días, mano a mano, los fueron enterrando, bajo la mirada acechante de cientos de pares de ojos, ávidos de carnaza.

Cuando hubieron terminado, echaron a andar por los campos abrasados. Al poco tiempo, caminaban cogidos de la mano y un sentimiento nació entre ambos. Buscarían un lugar donde el aire se pudiera respirar, donde el horizonte fuera azul, no de color malva y morado, donde no oliera a quemado. Donde poder empezar una nueva vida, donde tener esperanza.

Una tarde, llegaron a un arroyo de aguas claras y sintiéndose a salvo, decidieron desprenderse de los buzos protectores y los cascos. Completamente desnudos, de pie uno frente al otro, se examinaron de arriba abajo y se abrazaron. Si no hay más supervivientes, pensaron los dos hombres, el fin de la civilización ha llegado.

Los siete pecados

LOS SIETE PECADOS

La lujuria y la gula las tenían garantizadas Eva y Adán, así lo había dispuesto el Creador para tenerlos contentos y entretenidos. Venga de revolcones aquí y allá, de jugar al «a que no me pillas, bandido», de explorar con lenguas y dedos sus cuerpos desnudos, al alba y antes de que volviera a ocultarse el sol, sobre el césped mullido a la orilla de un arroyo cuajado de nenúfares y pececillos.

Paraban solo para saciar su apetito, que aquello daba mucha hambre: arándanos, cebollas dulces, avellanas y castañas, piñas tropicales, plátanos de Canarias, miel de abejas, canela en rama. Todo en abundancia, de la mejor calidad y cuando les diera la gana. En definitiva, comer, dormir, fornicar y holgazanear. Que qué necesidad había de ponerse a emprender, de tener iniciativa, de esforzarse en nada, con la pereza que todo aquello daba.

Pero con todo lo a gusto que estaban estos dos en el paraíso, que no les faltaba de nada, les brotó del corazón la envidia al ver la cara de felicidad que ponía una serpiente mientras saboreaba una jugosa manzana, al contemplar cómo hincaba los colmillos en la pulpa blanca, al oír la piel roja triscar y a la bicha salivar, al percibir el olor fresco de la fruta madura. Y siendo lo único que tenían prohibido, comer manzanas, la avaricia les empujó a varear el árbol para hacer caer toda la fruta. Menudo festín se dieron, y eso que aún nada sabían ya lo irían desarrollando más adelante de productos derivados como la tarta de manzana, las manzanas asadas, la compota de manzana, las manzanas de  caramelo… y para quitar la sed, la sidra de manzana.

Con la panza llena a reventar y la osadía de la transgresión, se encararon provocativos y soberbios al cielo. ¿Cuántos más placeres, manjares, diversión, les estaría ocultando el idiota de ahí arriba?

Pronto lo descubrirían, pues así fue como se encendió la ira del Señor.

 

Línea erótica

LÍNEA ERÓTICA

Hoy daba comunicando el teléfono de Pamela, pero Bernardo no llama a ninguna otra y espera. Tiene una voz dulce, cálida, sensual, que le pone muy cachondo, y se imagina una mulatita preciosa, con las tetas firmes pero pequeñas, un culo redondo y suave, una piel de canela, unos labios carnosos que le besan, le lamen, le succionan, y, y, y, y tiene que levantarse a por una lata de cerveza a la nevera, refrescarse la cara, calmarse, aguantarse un rato más hasta que vuelva a marcar su número y conteste esa reina caribeña, «tengo empapado el tanga, mi fiera».

Como otras veces, Pamela, que se llama María Luisa y es oriunda de Cuenca, le habla en susurros mientras da la papilla a cucharadas a su bebé y le cuenta lo caliente que está al tiempo que le golpea en la espalda para que expulse los gases. Cuando escucha al otro lado los jadeos y los ayayays, María Luisa se pone a gemir, acunando al niño, hasta que Bernardo llega al orgasmo. Alarga lo que puede la llamada mientras mete al hijo en la cuna y le pone el chupete, y le dice al otro todo lo que quiere oír, o sea, lo hombre que es y lo mujer que con él se siente.

Cuando por fin recupera el aliento, Bernardo se despide y cuelga. No se queja, ha estado bien, aunque últimamente se le queda un regusto raro, como a ocho cereales, galleta, leche y miel.

La travesía

LA TRAVESÍA

Mientras se despide en silencio de sus padres y se hace sitio en la embarcación, contempla Malek el cielo estrellado y sonríe, ilusionado, imaginándose con la camiseta del Olympique de Marsella, metiendo un gol decisivo y siendo aplaudido durante varios minutos por un estadio a rebosar de aficionados.

Nada podrá pararme había dicho testarudo a sus padres.

Lleva en la mochila almendras con miel, pan de maíz, tres naranjas, higos deshidratados. En los bolsillos interiores, envueltos en paquetitos que la madre ha forrado con mucho celofán para que no se mojen, ha metido el padre el documento de identidad, el móvil, unos billetes de veinte euros y una libreta con teléfonos de parientes y vecinos que viven en algún lugar de Francia o España. Sobre las mudas y calcetines, un pellejo con cinco litros de agua, porque aunque se supone que serán solo unas horas de viaje, por si se complicara. Porque los tres han oído, aunque ninguno habla de ello, de olas de cinco metros que se forman a veces en medio del Estrecho, que avanzan amenazantes y pueden desestabilizar una lancha de goma sobrecargada, hacerla zozobrar, arrojar al agua a Malek, dejarlo a la deriva en el mar.

La jaula

LA JAULA

A la institutriz de Beatrice no le queda otra que mentir a los padres de la niña cada vez que telefonean desde donde estén: Bombay, Sidney, Cuzco, Johannesburgo. Todos sitios muy lejanos. Son gente con muchos compromisos allende los mares y en cuanto terminan algún negocio o a lo que sea que se dediquen, lo que necesitan le explican es relajarse en un crucero, tomarse unas vacaciones, tumbarse panza arriba en la tumbona de alguna playa. Y si es en otro continente, mejor, piensa ella. El caso es que verlos, solo los ve dos o tres semanas al año.

Se le pasa por la cabeza a veces que, si vivieran en otra época, podría encerrar a la chiquilla bajo llave en el desván, con las ventanas tapiadas, como a las princesas de los cuentos, que las castigaban en los torreones de los castillos. Pero estamos en el siglo XXI y eso no puede ser, la denunciaría la mocosa y la meterían en la cárcel. Así que tiene que resignarse cada tarde a ver escabullirse por la puerta trasera un pimpollo lleno de lazos, con su vestidín blanco y sus tirabuzones dorados y al cabo de un par de horas comprobar horrorizada cómo regresa hecha un asco, toda despeluchada y llena de barro.

Pero comprende la buena mujer que a esta criatura, que lo tiene todo una casa que sale en las revistas de decoración, profesores que la educan sin necesidad de moverse de su cuarto, doncellas, mayordomo, juguetes de madera hechos de encargo, lo que realmente le entusiasme sea juntarse con los mozalbetes del barrio y comer pipas en un banco, correr detrás de una pelota, jugar a las canicas, saltar sobre los charcos, tirar piedras a los gatos.

Delirio

DELIRIO

Es tan mofletudo y lindo y graciosín Mateo que el resto de las mamás del parque desvían la atención de sus nenes para quedarse mirando a ese angelito. Se desviven por él y hacen turnos para empujar su columpio, secar con un clínex la baba que gotea de su chupete o sacudir la arena que se le mete en las botitas al tirarse del tobogán. Incluso apartan a sus propios hijos, tirando con fuerza de ellos ignorando sus llantos y protestas de la cola del balancín, para que Mateo se monte a gusto.

Además ven a Cloe, la mamá del niño, tan pálida y ojerosa, tan flacucha y desganada, mirando desquiciada el columpio donde se encuentra ahora el chiquitín, que consideran que es su obligación, como madres solidarias, echar una mano a esa pobre mujer, que por algún motivo que ya averiguarán «ya nos enteraremos», cuchichean entre ellas, está del todo ausente y como en otro mundo.

Porque Cloe nunca habla, no cuenta nada, y por eso no saben que lleva veintidós meses y tres días, desde que nació Mateo, sin pegar ojo. Y año y medio sin marido, que dijo que o lo estampaba contra la pared o se iba, que él sin sus ocho horas de sueño no era persona. Y es que es cerrar ella un ojo y el niño ponerse a berrear hasta que lo carga en brazos y a pasear por el pasillo. Y como se siente un momentito a descansar en el sofá, se arranca de nuevo con el berrinche. Ni en la siesta ni de madrugada se duerme ese crío. Las que están encantadas son las de la guardería donde lo deja  para ir a trabajar, porque cae grogui según llega y duerme de un solo tirón las diez horas.

No le han funcionado a Cloe los métodos de los libros, los masajes, los baños con lavanda ni los consejos recibidos. Pero hoy, gracias a la bruma que se va adueñando de su mente, ha sentido cierto contento y alivio al confundir con una silla eléctrica, llena de cables, electrodos y correas de cuero con hebillas para sujetar brazos y piernas, el columpio donde, electrocutado y saliéndole de la cabeza humo, se balancea su hijo.

Deberes

DEBERES

Hay varias gallinas que picotean el suelo, unos cuantos polluelos, una cabra y un burro que sirve para tirar de un arado y labrar la huerta. Maquinaria no tienen, pues no llega la luz eléctrica.

Todas las tardes, después del almuerzo, Pedro coge un rastrillo y limpia el corral, cambia el heno de los animales, llena los bebederos, ordeña a la cabra y barre de excrementos la tierra. A continuación quita las malas hierbas, retira caracoles y pulgones, riega las tomateras y recoge alguna hortaliza una cebolla, un calabacín para la cena. Huevos siempre hay, así que en el hornillo de gas prepara una tortilla, calienta un cuenco de leche a Liam, su hermano pequeño, y le cuenta un cuento para que se duerma.

Para entonces, ya ha caído la noche. La madre aún tardará en regresar de la casa donde sirve, del padre ni se acuerda. A Pedro, los ojos se le cierran. Por las mañanas se levanta antes de las seis para recoger los huevos, poner grano a las gallinas, despertar al hermano y preparar los desayunos. Aún no ha amanecido cuando salen caminando para la escuela, se tarda más de una hora en llegar por sendas polvorientas.

Pero cada noche, antes de acostarse, Pedro mete en la cartera sus lápices y libretas, se sienta debajo de la farola que alumbra la carretera y, con mucha concentración, hace las tareas que le puso la maestra. Tiene que esforzarse con la caligrafía, piensa mientras escribe unas frases para la clase de lengua. Es lo que más le cuesta.