viernes, 6 de enero de 2012

Amor eterno


AMOR ETERNO

En nuestro décimo aniversario de boda decidí sorprenderla haciendo realidad uno de sus sueños: un viaje en avioneta, los dos solos. Organicé un fin de semana en una remota isla perdida en el océano, inaccesible salvo por vía aérea. Durante un año estuve sacándome a escondidas el carné de piloto de pequeñas aeronaves, consiguiendo obtenerlo en el primer examen. Y así, el día señalado, la conduje engañada al hangar donde ya tenía alquilada la avioneta. ¡Qué carita se le puso! Jamás podré olvidar esa sonrisa de felicidad.
El vuelo estaba resultando tranquilo, pero al atravesar la larga cordillera nevada que nos separaba de nuestro destino algo falló en el motor, o quizá fue culpa de mi falta de pericia, nunca lo sabré. El caso es que tuve que hacer un aparatoso aterrizaje de emergencia entre aquellas escarpadas rocas que destrozó la nave y dejó muy malherida a mi mujer. Con varios huesos fracturados y severas lesiones internas, pudo aguantar unos días más, los suficientes para darnos cuenta de que nos hallábamos fuera de todas las rutas aéreas: no pasó ningún helicóptero de rescate y, ni siquiera de lejos, algún vuelo comercial.
Fue entonces cuando, desgarrada por el dolor, me ofreció el mayor tributo de amor del que alguien pueda ser merecedor: con lágrimas en los ojos me suplicó que, por nuestros hijitos que aún nos necesitaban, yo debía sobrevivir como fuera y que, por ello, había tomado la decisión de ofrecerme su vida para salvar yo la mía: “Mátame —me imploró— y come mi cuerpo antes de que se gangrene. Nuestros corazones latirán juntos para siempre: hazlo por mí y por nuestros hijos”.
De esta manera, fundidos en un largo beso con sabor a sangre y lágrimas (siempre recordaré su expresión de alivio al expirar), la estrangulé y me estuve alimentando de su cuerpo durante unos meses, hasta que el azar quiso que fuera avistado desde el cielo por una avioneta y, en una complicadísima operación de rescate, fui devuelto a la civilización. Tuve tiempo suficiente para ocultar sus despojos: el cadáver no fue buscado dadas las dificultades que planteaba el terreno y nunca nadie dudó de que me había mantenido con vida gracias a los ficticios víveres que, según les conté, llevábamos.
Hoy ya en casa cuando acuesto a los pequeños y me preguntan por su madre, yo les tranquilizo y les cuento que de algún modo ella sigue con nosotros; y cuando cierran sus ojitos y les beso con ternura siento cómo su esencia está presente en la habitación.