viernes, 6 de enero de 2012

El empleado eficaz


EL EMPLEADO EFICAZ

El propietario de la funeraria estaba frenético. No era lo habitual recibir dos encargos de tanta relevancia el mismo día y por eso hoy se sentía desbordado. Como trabajador serio y meticuloso, le gustaba dirigir en persona todas las tareas y aunque contaba con un empleado ocasional que había hecho sus prácticas de tanatopraxia bajo su supervisión, no era partidario de dejar en manos de nadie tan delicada labor.
Don Antón había fundado la empresa hacía muchos años. La clientela no era muy numerosa dadas las elevadas tarifas, pero el negocio iba bien; con un encargo o dos a la semana era más que suficiente para llevar una vida cómoda y sin agobios. Además, como él mismo afirmaba con orgullo, «este es un oficio complicado, de gran precisión; hay que dominar varias disciplinas: fisonomía, psicología, estética… Es todo un arte». El hombre disfrutaba enormemente con su trabajo; se esmeraba en todos y cada uno de los fallecidos con dedicación y entrega y, hasta la fecha, no había recibido ni una sola queja.
A última hora de la mañana de aquel lunes, habían traído dos cuerpos: el primero de ellos era el de una conocida actriz y sería expuesto al público para que sus admiradores pudieran darle el último adiós. La mujer, de unos treinta y pico años, rubia y de delicadas facciones, había sostenido una acalorada discusión con su actual acompañante y presa de un ataque de ira, y con la mente cegada por las drogas y el alcohol —todo según la prensa amarilla—, había decidido poner fin a sus días. Por lo visto dejó escrita una nota de despedida que, dado el lamentable estado en que se encontraba cuando cogió el papel y el lápiz de ojos, era totalmente ilegible y en aquellos momentos  un equipo de grafólogos estaba intentando descifrarla.
La autopsia había revelado muerte por parada respiratoria (…) motivada por un cóctel explosivo de sustancias ilegales y alcohol, pero lo único que a don Antón  le importaba de toda esta historia era que el rostro de la mujer se encontraba demacradísimo. En el funeral habría fotógrafos de prensa y también cámaras de televisión: todo un reto para su carrera, tendría que aplicarse a conciencia.
El segundo cadáver no era tan popular, pero pertenecía a una familia distinguida que gozaba de muy buena reputación en la ciudad, y sus allegados querían una despedida a féretro abierto. El cuerpo había llegado muy rígido. La mala fortuna quiso que  posiblemente debido a su avanzada edad, tropezara y fuese a caer de bruces justo el viernes por la noche, de manera que estuvo tendido en el suelo todo el fin de semana hasta el lunes, cuando llegó la mujer de la limpieza y se  encontró con el cadáver totalmente tieso y desfigurado.
Por tanto, don Antón no tuvo más remedio que delegar —con ciertas reservas— en su colaborador, que aceptó encantado. Si hacía una buena restauración se ganaría definitivamente la confianza del jefe y, quizás, aseguraría su futuro en la empresa.
Muy atento, Bernardo escuchó todas sus indicaciones: «No ahorres en recursos, lo importante es el resultado», le insistió don Antón. «Dispones de cinco horas, tiempo más que suficiente. No hay que cambiar las ropas puesto que ya es imposible mover las extremidades. Se quedará con esa bata azul; lo principal  es el rostro, la expresión. Ahí te dejo una foto del matrimonio, que debes poner en sus manos, según sus últimos deseos. Fíjate bien: que se parezca lo máximo posible, que ese es nuestro trabajo, ya lo sabes.  Bueno, tengo que marcharme, estaré ocupado hasta muy tarde. Confío plenamente en ti, no me falles».
Bernardo, feliz, se puso manos a la obra. Miró por encima la esquela y luego observó detenidamente la fotografía de la pareja. «Qué curioso», pensó. «Tenía un gran parecido con mi difunta abuela y encima se llamaba igual. Haré un buen trabajo; don Antón quedará muy sorprendido, eso seguro».
Con mucho oficio y paciencia comenzó la reconstrucción. Hizo acopio de ceras, bálsamos reparadores, pinturas… «Con el susto y las prisas, se han olvidado en casa la dentadura y la peluca; menos mal que aquí hay de todo».
Empleándose a fondo, arregló una de las pelucas que encontró y la tiñó del mismo color que en la fotografía. Estuvo toda la tarde afanándose en el trabajo, infatigable. A escasos minutos de la hora programada para el velatorio, respiró jubiloso: el resultado era altamente satisfactorio. «¡Qué pena que don Antón no esté aquí para felicitarme!  Sin duda se habría sentido muy orgulloso de su discípulo».
Terminada la faena recogió, limpió y dispuso todo para la llegada de los familiares. Encendió velas aromáticas, escogió una iluminación tenue y puso una música de órgano de fondo, muy suave, lo justo para crear un ambiente apropiado. También dejó preparadas algunas bebidas calientes, refrescos, una botella de moscatel y canapés dulces y salados; todo tal y como le había especificado su jefe.
Observó desde un rincón la escena y se sintió muy complacido. Por ello, no pudo evitar ocultarse detrás de una gruesa cortina para ver el impacto que causaría su obra.
A la hora señalada, empezaron a llegar los parientes. Algún anciano, hijos, nueras, nietos y un par de chiquillos que «a buen seguro serán los bisnietos», se enterneció Bernardo, «por la edad». Más o menos una docena de personas reunidas en torno al ataúd.
De repente  se hizo un silencio espectral en la habitación. Los presentes, inmóviles, miraban el cuerpo y ninguno emitía ningún sonido; a decir verdad, a Bernardo le pareció que ni siquiera respiraban. «Se han quedado mudos de la impresión, no se esperaban ver a la abuela con esa frescura», pensó emocionado.
En ese mismo momento el más pequeño de los niños, encaramado de puntillas al féretro, chilló: «Papá, ¿qué hace el abuelito Cruz disfrazado de señora? ¿No se había muerto?».