viernes, 6 de enero de 2012

Un momento, por favor




UN MOMENTO, POR FAVOR

Uno se levanta cada mañana dispuesto a comenzar una nueva jornada y nunca sabe a ciencia cierta lo que le puede deparar la vida.  Aquel día, como siempre, Manuel se dirigía dando un paseo a su oficina siguiendo su ruta habitual y al pasar  por delante de una sucursal bancaria fue alcanzado en la espalda por una bala perdida. Un atracador trataba de huir perseguido por la policía, resbaló en la calle y al caer se le disparó el arma.
Manuel no sintió ningún dolor, sólo un mareo muy placentero. Sin recordar nada, despertó en una cama de hospital. Ya plenamente consciente, los doctores le informaron de la  situación:
—La bala está alojada en una zona de difícil acceso, sería peligroso intentar su extracción sin dañar la columna; por tanto, hemos decidido no operar. Usted no corre ningún peligro y podrá seguir haciendo vida normal. Eso sí, cada vez que entre en un organismo oficial o aeropuerto sonarán los detectores de metales, pero no se preocupe, le extenderemos un certificado forense de lo ocurrido para ahorrarle el tener que dar cada vez explicaciones; como ve, podía haber sido peor.
Contagiado de ese optimismo, el hombre encajó bastante bien el diagnóstico: no sentía ninguna molestia, tenía fobia a volar y de las gestiones administrativas se ocupaba siempre su mujer, así que asumió rápidamente la situación y continuó con su rutina, olvidando el incidente.
Pero el azar es caprichoso y hete aquí que, años después de aquel desafortunado día, la dirección de su empresa decidió darle un ascenso, entre cuyas responsabilidades figuraba la de visitar regularmente sus centros de producción en otros países. Por más que lo intentó no pudo negarse: era el candidato idóneo, no había nada que hacer.
Por consejo de su familia y amigos, asistió a una terapia para superar su miedo a volar, llegando por su cuenta a la conclusión de que lo único eficaz para poder subir –y no volver a bajar- a un avión sin que le diera un ataque de ansiedad eran los somníferos. Se tomaba una dosis un poco más generosa que la recomendada y caía en un sopor que le permitía seguir cumpliendo con sus obligaciones. «Sé que es parchear el problema, pero estoy seguro de que pronto me sustituirán por alguien mejor preparado, esta tortura no puede ser para siempre", se consolaba resignado.
Aquella mañana tomó un taxi para llegar al aeropuerto de la ciudad y regresar a casa después de una semana visitando fábricas y redactando informes. Una espesa niebla propiciaba que el tráfico fuera menos fluido. En principio, Manuel iba siempre con tiempo de sobra, así que, por ahora, no le preocupaba el ligero retraso.
Ya en el control de pasaportes, como era de esperar, sonó el dichoso pitido. «A ver si hay suerte y no me entretienen demasiado, que ya voy un poco justo», calculaba para sus adentros. Siempre se ponía un poco nervioso, no lo podía evitar.
Al policía de aquel remoto país nunca se le habían dado bien los idiomas, ni falta que le hacía, bien lejos que había llegado sin tener ni idea de inglés o francés, se enorgullecía sin ningún rubor. El pasajero, sudando visiblemente nervioso, le mostraba  un documento oficial que no comprendía; ¿qué podía significar ese papel sellado? Su celo profesional le impedía franquear el paso al, ahora, sospechoso  hasta descubrir qué ocultaba y dónde.
«Necesito coger este vuelo, no habrá otro en una semana; este inútil me tiene aquí retenido y faltan pocos minutos para el despegue», pensaba totalmente desquiciado, viendo cómo se le echaba la hora encima.
Al cabo de un buen rato, el funcionario fue requerido por un superior para incorporarse a otro puesto de control y enfadado por no poder terminar su importante misión se retiró, permitiendo seguir su camino a Manuel que, a pesar de la carrera, se encontró con la puerta de embarque cerrada: había perdido su avión.
Completamente abatido, sentado en una silla de aquella deprimente sala de espera maldiciendo su suerte, escuchó una fuerte explosión que hizo que todos se giraran hacia las ventanas al tiempo de ver cómo dos aviones ardían en la pista; uno de ellos era el que acababa de perder.