LA
SEÑAL
Es otoño y una alfombra de
amarillos y naranjas cubre los campos de esta aldea: es la época de la
recolección de calabazas. La excelencia de este cultivo ha llamado la atención
de compradores de toda la comarca que acuden puntuales en busca de tan preciado
producto. Cada jueves, Julián prepara su mercancía para entregarla en la
cooperativa: limpia a fondo el carro, dispone las mejores calabazas de su
huerta y hace el recorrido a pie hasta el almacén, donde recogen su cosecha. Después regresa a casa con algunos productos
básicos que adquiere en el economato y no vuelve a aparecer por el pueblo hasta
la semana siguiente.
Julián vive en un caserón que
perteneció a sus abuelos, aislado y oculto por un bosquecillo. Aunque es un
hombre muy querido ya no se relaciona con nadie. La primavera anterior —hace
ahora seis meses— el automóvil de su mujer, entonces a punto de dar a luz a su
primer hijo, apareció hundido en el río y aunque todo el pueblo se entregó a
las tareas de rastreo, solo encontraron el vestido que llevaba puesto, roto y
ensangrentado. Nada más. Julián no pudo conocer a su hijo, ni puede llevar
flores a una tumba, pero tiene un presentimiento muy fuerte: algo en su
interior le dice que ella no está lejos. Es la única motivación que le queda,
lo que le mantiene vivo. Así que el resto de la semana se dedica a inspeccionar
el camino junto a la vereda del río en busca de una pista, escudriñando cada
matojo, cada repecho, cada roca… Cuando oscurece, se abandona en la soledad de
su casa y solo le vence el sueño después de llorar durante horas. Este es su
día a día.
Hoy es jueves y Julián se
entrega a su rutina semanal. Recorre los kilómetros que distan del almacén y
cuando está a un paso del aparcamiento lleno de furgonetas y carros, escucha un
griterío. Como no es lo habitual, observa desde su posición al grupo que con
gran alboroto se mofa de unas cajas apiladas en el suelo. Al propietario de las
mismas, Jeremías, se le ve muy complacido de ser el centro de atención. Pero en
cuanto Julián consigue atisbar por entre el corro el motivo de tanto jaleo,
nota cómo un rayo le abrasa todo el cuerpo cortándole la respiración.
La pila de cajas que Jeremías,
su vecino más cercano —un tipo grosero, lascivo y de mal beber, a quien todos
en el pueblo evitan cruzarse por la calle—, ha descargado de su furgoneta está
repleta de calabazas deformes: unas reproducen unas manos y otros detalles del
cuerpo humano; las más celebradas son unas partes íntimas de mujer; otras parecen
llevar una figura siamesa adosada, como un feto aferrado al vientre de la
hortaliza.
Cuando por fin consigue
despegar las manos del carro, Julián aspira unas bocanadas de aire fresco que
le devuelven a la carretera donde se ha quedado inmóvil; se da la vuelta y
retoma el camino por donde ha venido. Le llevará una hora llegar hasta el
cobertizo de ese miserable, aguardar su regreso y abrirle la cabeza con una
pala en cuanto atraviese el umbral. Después, se tomará todo el tiempo del mundo
para excavar hasta el último centímetro del terreno y recuperar lo que el
malnacido le arrebató, hace ahora seis meses.