martes, 28 de febrero de 2012

La señal



LA SEÑAL

Es otoño y una alfombra de amarillos y naranjas cubre los campos de esta aldea: es la época de la recolección de calabazas. La excelencia de este cultivo ha llamado la atención de compradores de toda la comarca que acuden puntuales en busca de tan preciado producto. Cada jueves, Julián prepara su mercancía para entregarla en la cooperativa: limpia a fondo el carro, dispone las mejores calabazas de su huerta y hace el recorrido a pie hasta el almacén, donde recogen su cosecha.  Después regresa a casa con algunos productos básicos que adquiere en el economato y no vuelve a aparecer por el pueblo hasta la semana siguiente.
Julián vive en un caserón que perteneció a sus abuelos, aislado y oculto por un bosquecillo. Aunque es un hombre muy querido ya no se relaciona con nadie. La primavera anterior —hace ahora seis meses— el automóvil de su mujer, entonces a punto de dar a luz a su primer hijo, apareció hundido en el río y aunque todo el pueblo se entregó a las tareas de rastreo, solo encontraron el vestido que llevaba puesto, roto y ensangrentado. Nada más. Julián no pudo conocer a su hijo, ni puede llevar flores a una tumba, pero tiene un presentimiento muy fuerte: algo en su interior le dice que ella no está lejos. Es la única motivación que le queda, lo que le mantiene vivo. Así que el resto de la semana se dedica a inspeccionar el camino junto a la vereda del río en busca de una pista, escudriñando cada matojo, cada repecho, cada roca… Cuando oscurece, se abandona en la soledad de su casa y solo le vence el sueño después de llorar durante horas. Este es su día a día.
Hoy es jueves y Julián se entrega a su rutina semanal. Recorre los kilómetros que distan del almacén y cuando está a un paso del aparcamiento lleno de furgonetas y carros, escucha un griterío. Como no es lo habitual, observa desde su posición al grupo que con gran alboroto se mofa de unas cajas apiladas en el suelo. Al propietario de las mismas, Jeremías, se le ve muy complacido de ser el centro de atención. Pero en cuanto Julián consigue atisbar por entre el corro el motivo de tanto jaleo, nota cómo un rayo le abrasa todo el cuerpo cortándole la respiración.
La pila de cajas que Jeremías, su vecino más cercano —un tipo grosero, lascivo y de mal beber, a quien todos en el pueblo evitan cruzarse por la calle—, ha descargado de su furgoneta está repleta de calabazas deformes: unas reproducen unas manos y otros detalles del cuerpo humano; las más celebradas son unas partes íntimas de mujer; otras parecen llevar una figura siamesa adosada, como un feto aferrado al vientre de la hortaliza.
Cuando por fin consigue despegar las manos del carro, Julián aspira unas bocanadas de aire fresco que le devuelven a la carretera donde se ha quedado inmóvil; se da la vuelta y retoma el camino por donde ha venido. Le llevará una hora llegar hasta el cobertizo de ese miserable, aguardar su regreso y abrirle la cabeza con una pala en cuanto atraviese el umbral. Después, se tomará todo el tiempo del mundo para excavar hasta el último centímetro del terreno y recuperar lo que el malnacido le arrebató, hace ahora seis meses.