lunes, 21 de enero de 2013

Sodoma en el jardín


SODOMA EN EL JARDÍN

Mientras suelto las pastillas en las hierbas altas, acuden bandadas de cuervos a picotearlas atraídos por la novedad de los brotes azules. Desde que el dormitorio de los dueños enmudeció, las juergas nocturnas se han trasladado a mi terreno y los ronquidos de estos gnomos depravados no me dejan dormir. Además, antes de que se levante el viejo gruñendo y empiece a rastrillar el césped con su bastón,  tengo que recomponer el desmadre de  barbas y gorros y colocar a cada uno en su sitio, no sea que nos sustituyan por inservibles. En cuanto empiece el coro de trinos, les va a estallar a todos la cabeza.

domingo, 20 de enero de 2013

Tres deseos


TRES DESEOS

«…a  ver si consigue así que papá no haga más el indio. Ya está». Y dicho esto, Annie se acomoda en la alfombra voladora saboreando sus golosinas y arroja por el acantilado la lámpara oxidada. No ha sido tan difícil decidirse. Cuando llegue a casa, ya no tendrá que esconderse de la mala bestia que les tiene a mamá y a ella intimidadas: desde hoy, papá estará acompañando al genio hasta el final de los tiempos.

La herencia de Isidoro


LA HERENCIA DE ISIDORO

—Este Semana Santa iremos a ver al abuelo Isidoro. Si no quieres que papá se enfade, pórtate bien y préstale atención cuando te hable. Espero que tengamos la fiesta en paz, eh, Javier. No te lo voy a repetir.
Las amenazas de mamá anunciaban las odiosas vacaciones. Un par de veces al año íbamos de visita a la casa del pueblo, donde vivía mi abuelo paterno, un vejestorio caduco a quien mi padre llamaba de usted. A mí me habían insistido en que le dijera «abuelo Isi», vaya nombre de mierda, aunque la verdad es que pocas veces tuve que hacerlo, pues apenas le dirigía la palabra. No me gustaba. Esos pelillos que le asomaban por la nariz como alambres, la boina siempre incrustada en el cráneo, los ojillos de ratón que se me clavaban en el cogote…  ¡Si hasta me avergonzaba asistir a misa con el viejo, que parecía que iba al entierro de una momia con ese traje de paño! Evitaba coincidir con él en el salón o la cocina, me ponían de mal humor sus silencios, sus sentencias inacabadas… Aunque sí es cierto que me enseñó a hacer un tirachinas, esto sí que me gustó; y un anzuelo para pescar y otras cosas de ese estilo que no sirven para nada… Se pasaba las horas paseando por el pueblo y los prados, mirándolo todo, charlando con los vecinos de cosas absurdas. Yo no le hacía ni caso, me molestaba y mucho: me parecía un estorbo.
Esos días me los pasaba deseando que terminaran aquellas vacaciones infernales. Durante nuestra estancia, sin embargo, papá se transformaba. Sonreía mucho y besaba a todas horas a mamá. Algunos días, antes de que amaneciera, se iba con el abuelo al monte y cuando regresaban al atardecer, se tiraban horas charlando delante de la chimenea. Mamá quería que yo me quedase con ellos, «escúchales, hijo, son historias muy bonitas», pero ¡qué va! Yo me escapaba con la Playstation a mi cuarto, menudo rollo escuchar a esos dos. A veces, a través del tabique, oía cosas como que «al fuego hay que saber escucharlo, la lluvia se anuncia antes de llegar, las primeras nieves se huelen, los grajos anticipan malas cosechas… », y chorradas así. Cuando por fin volvíamos a nuestra casa, todo volvía a su sitio. Y papá también, aunque tardaba un tiempo en quitársele los coloretes y volver a ser el mismo gruñón de antes.
La verdad: no soporto estar con la tele apagada tanto tiempo, ni sin mi ordenador y mi PSP; ni que me expliquen las rutas de las hormigas a las que siempre piso o si el tejo es venenoso y bla, bla, bla… Cuando se lo cuento a mis amigos del cole, nos partimos con sus ocurrencias. ¡Vaya con el carcamal del abuelo…!

Incorpóreo. La momia de Lille


INCORPÓREO. LA MOMIA DE LILLE.

«Otra jornada más sin nada que llevarse a la boca», pensaba malhumorada Cesárea mientras se agachaba para robar un repollo de la huerta de la vecina. «Prepararé con la hortaliza un guiso para toda la semana. Añadiré abundante  agua y una patata, no puedo hacer milagros». En esas estaba cuando sintió un terrible calambre en el espinazo que la hizo retorcerse de dolor. Se arrastró como pudo hasta la cocina y en cuestión de minutos una masa viscosa y sanguinolenta se escurrió de entre sus piernas. «Carajo, lo que faltaba», masculló para sus adentros. «Ya me parecía a mí que andaba yo muy pesada últimamente». El bebé emitió un ruidito, un tenue quejido más  de gato que de humano. La mujer miró fijamente al cubo de la basura, no sería difícil deshacerse de él ahora que no había nadie en casa. Ya eran demasiadas bocas que alimentar, y con un marido tísico no se vislumbraba una salida a su miseria.
En ese momento el niño abrió mucho los ojos y se le quedó mirando, aterrorizado. Cesárea creyó que le había leído el pensamiento y sintió un ramalazo de arrepentimiento. Se incorporó con el pingajo en brazos y mientras lo lavaba con agua fría en el fregadero se prometió confesarse el domingo siguiente. «Qué cosas se me ocurren. Donde comen dos comen tres. Además siempre son bienvenidas dos manos para trabajar, en cuanto levante un palmo del suelo podrá ayudar a los vecinos en las labores del campo».
Cuando regresó el resto de la familia, el marido de jugar la partida y los dos hermanos, Genaro y Manoli de la escuela, echaron un vistazo al canastillo del gato, miraron interrogativos a la madre y se sentaron a comer la sopa. Después, cada uno siguió a lo suyo.
Así fue la acogida que tuvo el pequeño Alberto el día que vino a este mundo. Pasaron los años, y el niño continuó siendo una sombra, un ente invisible, un cero a la izquierda. Como era tan pequeño, a menudo no conseguía probar bocado del puchero, pues no llegaba a la mesa, pero nadie parecía darse cuenta. Se acostumbró a comer hierbas y raíces y a hurgar en las bolsas arrojadas al callejón de detrás de la tasca. En la escuela no le mencionaban al pasar lista, porque sus padres habían olvidado matricularle, así que tampoco podía presentarse a los exámenes. Daba lo mismo, el maestro ni siquiera había notado su presencia en el aula.
Entonces, un día, escuchó en la radio que se había declarado la guerra civil. Con dieciocho años, tomó la primera y única decisión importante de su vida: marcharse a Francia. Y no fue por ideales políticos, ni por temor a ser reclutado, ni por miedo a resultar herido en la contienda. No. Lo que ocurrió fue que su hermana iba a casarse y él debía estar obligatoriamente presente en la ceremonia. Él, que apenas sabía hablar, que nunca había sido invitado a un cumpleaños, ni había jugado con los otros niños… Así que cogió las cuatro cosas que tenía y sin un duro en el bolsillo, cruzó la frontera y no paró de andar hasta que tres meses después llegó a una gran ciudad llamada Lille, un buen sitio donde podría seguir pasando desapercibido.
Y consiguió su objetivo: vivir en paz. Aprendió el oficio de pintor y vivió tranquilo el resto de sus días. Después de haber alcanzado la gloria eterna, unos operarios del ayuntamiento, alertados por la vecina que se quejaba de humedades en su vivienda, echaron abajo la puerta de su casa y se encontraron el esqueleto de Alberto sentado en la mecedora. La última hoja del calendario de la pared llevaba sin ser arrancada casi quince años.

La noche más larga


LA NOCHE MÁS LARGA



El monstruo estira sus retorcidos tentáculos de fuego y va creciendo en columnas de humo intentando lamer el cielo. Su fiebre se propaga en todas direcciones y, alimentada por el fanatismo de los pirómanos, la gran hoguera censora engulle las montañas de libros prohibidos.
Las llamas los muerden y mastican, los regurgitan y tragan; a algunos los escupen y vomitan  lanzándolos en cascada lejos del calor sofocante. Pero con hábiles lengüetadas, no tardan en aferrarlos de nuevo, fundiéndolos en masas amorfas de papel, esqueletos de tapas y tendones de hilos, polvillo negro de tinta… dejándolos reducidos a un montón de cenizas. El rugiente parpadeo de la lumbre ilumina la noche, que se va consumiendo acompañada del quejido fantasmal de los libros, que no dejan de brincar sobre las brasas intentando huir de la fiera inmisericorde. Finalmente, sucumben a la realidad incandescente y se mezclan con las ruinas de los textos que, humeantes, yacen carbonizados en el suelo.
El hollín tizna los rostros de los que acuden a entregar sus vergonzosas pertenencias para cumplir con la ordenanza oficial. Hipnotizados por las llamaradas, se demoran en volver a sus casas, deleitándose con la escena, atrapados por el espectáculo del incendio devastador. Una lluvia de chispas renegridas planea mansamente desde las nubes de vapor seco, cubriéndolo todo con una pátina cenicienta: trocitos de frases, palabras sueltas, letras doradas desprendidas de los tomos deshilachados se dejan caer, exangües, sobre los escombros, vencidas por el poder destructor del fuego.
Las librerías, bibliotecas, imprentas, editoriales y almacenes de libros de todo el país sufren el mismo destino en la fecha fijada por los gobernantes. Es la noche de San Juan.

sábado, 12 de enero de 2013

Muñeco de nieve


MUÑECO DE NIEVE

Al muñeco de nieve lo han decorado este año los niños con especial interés: sus ojos son dos caramelos, la nariz un pirulí ¡nada de zanahorias!, la boca un corazón de gominola… Por una vez se ha librado de la apestosa pipa del abuelo. Acostumbrado a que le dejen solo en el jardín, hoy se siente el rey de la casa: la familia al completo está reunida en torno a él.
Y ello gracias a la señora Jones, que esta noche improvisando lo ha elegido para presidir la mesa de Nochebuena. Todo va bien hasta que llegan los postres y ve acercarse una amenazadora cuchara a su cuerpo de merengue.

Salchichas


SALCHICHAS

Hoy mamá va a probar con la pistola de gotelé, mañana aplicará el antihumedad y luego pintaremos la trastienda de rojo bermellón. Tres o cuatro manos, ha insistido,  las que hagan falta para que cubra bien la pared y no haya que volver a repasar cada poco por las filtraciones. Espero que así sea suficiente, pero lo que más deseo es que mamá encuentre de una vez un novio de verdad. Estoy harto del desfile de pretendientes y de abrir y cerrar el dichoso muro para ocultar sus despojos, Además el barrio se está llenando de gatos y mis clientas echan de menos el sabor de antes.

martes, 1 de enero de 2013

La cabalgata


LA CABALGATA


Un desaliñado Papá Noel arrastraba los pies por la plaza vendiendo globos de colores. Su traje lleno de lamparones y su mirada de chacal parecían pasar desapercibidos esta noche, en la que solo había sitio para la fiesta y la alegría. Con sus garras mugrientas, sujetaba los hilos de un puñado de globos que se sacudían en el aire y avanzaba a empujones entre el gentío.

Su rostro se retorció con una siniestra sonrisa cuando descubrió con deleite a la pequeña Celia, que iba sentada en su sillita de paseo aunque ya sabía andar: era la víctima idónea. Le anudó el globo más grande en la muñeca y esperó paciente acechando por el rabillo del ojo.

Impulsada por una fuerza maligna, la niña se escurrió de su asiento dando saltitos de gusto ¡parecía que volaba! El hombre se relamió las fauces al verla llegar al borde de la calzada, y a punto de ser aplastada por la carroza de un Rey Mago, una potente ráfaga de luz blanca que solo él pudo ver envolvió a la pequeña llevándola de vuelta a la acera.

Sulfurado, metió el peludo rabo entre las patas, y resoplando, desapareció por una esquina rumiando su siguiente misión.

Al límite


AL LÍMITE

Noto en los párpados el peso de mil telarañas polvorientas, y cuando consigo apartarlas tardo unos minutos en asimilar la situación. En mi cabeza anida un enjambre de moscas en incansable actividad. Tan intenso es el zumbido que mi cerebro funciona como a cámara lenta. Lo primero que veo al abrir los ojos es la luz del fluorescente del techo y el piloto rojo de la lavadora: una vez más estoy tendida en el suelo de la cocina.
No intento moverme, prefiero esperar a que mis sentidos despierten. Me llega entonces el pestazo de las inmundicias que cubren mi cuerpo: las mondas de las naranjas del desayuno, los restos de colillas de los ceniceros, las sobras del pescado al horno que preparé ayer…  El cubo de la basura está volcado, lo ha vaciado sobre mí, el muy hijo de puta. Las náuseas  que me provoca me traen de vuelta a la realidad.
Las piernas no me obedecen, pero al final consigo moverlas, debo llevar horas sobre estas baldosas frías. Intento tranquilizarme, respiro hondo y mientras me incorporo unos restos de macarrones resbalan sobre mi cara.
Mi brazo izquierdo cuelga como un pingajo desde el codo. La lengua está tan hinchada que ocupa toda la boca y no me deja respirar. Escupo en el fregadero: dos dientes que navegan en una baba rojiza caen en el fondo metálico, clinc, clinc. Bebo de un trago un vaso de agua del grifo y siento como si un relámpago viajara por mis venas. El reloj parado de la pared me anuncia que ha llegado la hora.
Avanzo por el pasillo esquivando vidrios rotos. Al entrar en el salón tropiezo contra una silla caída y una vaharada etílica me saluda. Veo una botella de vino derramada junto al sofá donde ronca la bestia. Se me eriza la piel, ese olor pestilente siempre anticipa malos presagios. Pero hoy no siento miedo, aunque una arcada irrumpa como un volcán en mis entrañas.
Cuando me acerco a él empiezo a levitar y desde el techo de la sala observo cómo mi magullado yo clava el cuchillo del jamón en su pecho, certero, chooof, directo a la víscera. No me inmuto al escuchar sus últimos estertores, ni cuando dejan de brotar las gárgaras de sangre que tiñen su bigote.
Por fin se queda quieto del todo. Mi otro yo, el que hace un siglo blandía un cuchillo ahí abajo, se acerca a la ventana y contempla las luces de un cielo que le hace guiños de complicidad. Saborea con placer las lágrimas saladas de libertad, acaricia sus canas y se deja mecer por el sonido del silencio.


Carcoma


CARCOMA

¿Qué hace ahí fuera Lucas arañando la ventana? Con la dentera que le daba… Pero ha vuelto a casa, no está todo perdido. «Ya voy mi amor, espera…» TOC TOC,…  «No, no golpees tan fuerte, que te lastimaras los nudillos, estás poniendo los cristales perdidos de sangre…»
Aturdida, intenta aflojar el nudo de la soga que aprieta su cuello. Escucha los timbrazos y las patadas con que Lucas intenta echar la puerta abajo. A punto está de liberarse de la presión de la cuerda cuando un fuerte CRAAAC retumba en la habitación vacía de lo que fue su hogar: una pata de la silla se ha quebrado vencida bajo su peso.

En busca de ideas


EN BUSCA DE IDEAS

Siempre andan camufladas, pero si uno presta atención en seguida las descubre. La hora a la que pasan las ideas no entiende de relojes y suelen aparecer cuando menos te lo esperas. A veces, te las encuentras en la marquesina del autobús, o en la mirada del viejo que alimenta a las palomas del parque, o en el desgraciado que hurga en el contenedor de basuras. Asoman incluso en los sueños, hay que estar muy atentos.
Una vez vi una que se lanzaba al vacío desde la azotea de un edificio. Llegué a tiempo y la rescaté de una muerte segura. La llevé a casa magullada y estuve cuidándola hasta que se recuperó del susto. Durante un tiempo, la alimenté de palabras bonitas y signos de puntuación, y fue creciendo y poniéndose gorda. Tuve que imprimirla para que no tuviera la tentación de desaparecer. Y acabó convertida en relato.

Sin rumbo


SIN RUMBO

Quizá por repetido y cotidiano la gente no se percata a veces de detalles como este. No es que disfrute con este entretenimiento, pero  tampoco puedo evitarlo. Cada vez que veo en la tele o la prensa imágenes de un accidente en carretera lo busco de inmediato y casi siempre está ahí.
Me refiero al zapato huérfano tirado en la calzada en cualquier tipo de siniestro, ya sea de automóvil, autobús o moto, incluso en los atropellos a peatones. También me fascinan los tapacubos que decoran las cunetas sin choque previo. Estos parecen desarrollar una vena independentista: marchan rodando por su cuenta para luego quedar por ahí tristemente abandonados. Pero volvamos al tema del zapato impar.
Si me pongo a pensar en ello se me ocurren algunas explicaciones. Por supuesto, la más lógica, la que explicaría el fondo del asunto, sería la que dicta la ley de la inercia: el cuerpo choca y queda atrapado en el vehículo o tirado en el suelo, pero el zapato, por su relación masa velocidad, tiene otras variables matemáticas con las que cumplir y sigue su curso hasta quedar parado un poco más lejos. Esta sería la deducción científica, pero yo tengo otra, sin duda más peregrina y menos contrastada.
A mi estos zapatos descarriados que siguen su ruta sin el pie me invitan a pensar en un afán vano por continuar su camino, un camino que se ha interrumpido en un instante. Ellos solo entendían de andar, de pedalear, de pisar el embrague y demás, pero nadie les informó de cuándo ni de qué manera serían jubilados. Dejan de rozar el asfalto, de arrastrarse por el suelo, de taconear, pero tardan unos segundos en darse cuenta.
Suelo hacer suposiciones de a quién pertenecían y ahí se me dispara la imaginación. La zapatilla deportiva es la que más me despista: su dueño lo mismo podría haber sido un chaval o un padre de familia que buscaba comodidad en la conducción. Hasta un abuelete. Con el zapato de tacón saco otras conclusiones más trágicas: una chica joven que regresaba a casa después de una fiesta. La imagino escogiendo el modelo, el color, posando ante el espejo de la tienda, calculando si le provocarían ampollas y lo bien que combinarían con el vestidito de tirantes recién adquirido. Con las sandalias infantiles se me escapan las lágrimas.
Son zapatos descalzos, olvidados, inútiles. El destino los arrancó cruelmente del ser que en su día los escogió con más o menos esmero.
Al menos los tapacubos eligieron libremente su suerte.