martes, 1 de enero de 2013

Al límite


AL LÍMITE

Noto en los párpados el peso de mil telarañas polvorientas, y cuando consigo apartarlas tardo unos minutos en asimilar la situación. En mi cabeza anida un enjambre de moscas en incansable actividad. Tan intenso es el zumbido que mi cerebro funciona como a cámara lenta. Lo primero que veo al abrir los ojos es la luz del fluorescente del techo y el piloto rojo de la lavadora: una vez más estoy tendida en el suelo de la cocina.
No intento moverme, prefiero esperar a que mis sentidos despierten. Me llega entonces el pestazo de las inmundicias que cubren mi cuerpo: las mondas de las naranjas del desayuno, los restos de colillas de los ceniceros, las sobras del pescado al horno que preparé ayer…  El cubo de la basura está volcado, lo ha vaciado sobre mí, el muy hijo de puta. Las náuseas  que me provoca me traen de vuelta a la realidad.
Las piernas no me obedecen, pero al final consigo moverlas, debo llevar horas sobre estas baldosas frías. Intento tranquilizarme, respiro hondo y mientras me incorporo unos restos de macarrones resbalan sobre mi cara.
Mi brazo izquierdo cuelga como un pingajo desde el codo. La lengua está tan hinchada que ocupa toda la boca y no me deja respirar. Escupo en el fregadero: dos dientes que navegan en una baba rojiza caen en el fondo metálico, clinc, clinc. Bebo de un trago un vaso de agua del grifo y siento como si un relámpago viajara por mis venas. El reloj parado de la pared me anuncia que ha llegado la hora.
Avanzo por el pasillo esquivando vidrios rotos. Al entrar en el salón tropiezo contra una silla caída y una vaharada etílica me saluda. Veo una botella de vino derramada junto al sofá donde ronca la bestia. Se me eriza la piel, ese olor pestilente siempre anticipa malos presagios. Pero hoy no siento miedo, aunque una arcada irrumpa como un volcán en mis entrañas.
Cuando me acerco a él empiezo a levitar y desde el techo de la sala observo cómo mi magullado yo clava el cuchillo del jamón en su pecho, certero, chooof, directo a la víscera. No me inmuto al escuchar sus últimos estertores, ni cuando dejan de brotar las gárgaras de sangre que tiñen su bigote.
Por fin se queda quieto del todo. Mi otro yo, el que hace un siglo blandía un cuchillo ahí abajo, se acerca a la ventana y contempla las luces de un cielo que le hace guiños de complicidad. Saborea con placer las lágrimas saladas de libertad, acaricia sus canas y se deja mecer por el sonido del silencio.