domingo, 20 de enero de 2013

La herencia de Isidoro


LA HERENCIA DE ISIDORO

—Este Semana Santa iremos a ver al abuelo Isidoro. Si no quieres que papá se enfade, pórtate bien y préstale atención cuando te hable. Espero que tengamos la fiesta en paz, eh, Javier. No te lo voy a repetir.
Las amenazas de mamá anunciaban las odiosas vacaciones. Un par de veces al año íbamos de visita a la casa del pueblo, donde vivía mi abuelo paterno, un vejestorio caduco a quien mi padre llamaba de usted. A mí me habían insistido en que le dijera «abuelo Isi», vaya nombre de mierda, aunque la verdad es que pocas veces tuve que hacerlo, pues apenas le dirigía la palabra. No me gustaba. Esos pelillos que le asomaban por la nariz como alambres, la boina siempre incrustada en el cráneo, los ojillos de ratón que se me clavaban en el cogote…  ¡Si hasta me avergonzaba asistir a misa con el viejo, que parecía que iba al entierro de una momia con ese traje de paño! Evitaba coincidir con él en el salón o la cocina, me ponían de mal humor sus silencios, sus sentencias inacabadas… Aunque sí es cierto que me enseñó a hacer un tirachinas, esto sí que me gustó; y un anzuelo para pescar y otras cosas de ese estilo que no sirven para nada… Se pasaba las horas paseando por el pueblo y los prados, mirándolo todo, charlando con los vecinos de cosas absurdas. Yo no le hacía ni caso, me molestaba y mucho: me parecía un estorbo.
Esos días me los pasaba deseando que terminaran aquellas vacaciones infernales. Durante nuestra estancia, sin embargo, papá se transformaba. Sonreía mucho y besaba a todas horas a mamá. Algunos días, antes de que amaneciera, se iba con el abuelo al monte y cuando regresaban al atardecer, se tiraban horas charlando delante de la chimenea. Mamá quería que yo me quedase con ellos, «escúchales, hijo, son historias muy bonitas», pero ¡qué va! Yo me escapaba con la Playstation a mi cuarto, menudo rollo escuchar a esos dos. A veces, a través del tabique, oía cosas como que «al fuego hay que saber escucharlo, la lluvia se anuncia antes de llegar, las primeras nieves se huelen, los grajos anticipan malas cosechas… », y chorradas así. Cuando por fin volvíamos a nuestra casa, todo volvía a su sitio. Y papá también, aunque tardaba un tiempo en quitársele los coloretes y volver a ser el mismo gruñón de antes.
La verdad: no soporto estar con la tele apagada tanto tiempo, ni sin mi ordenador y mi PSP; ni que me expliquen las rutas de las hormigas a las que siempre piso o si el tejo es venenoso y bla, bla, bla… Cuando se lo cuento a mis amigos del cole, nos partimos con sus ocurrencias. ¡Vaya con el carcamal del abuelo…!