lunes, 2 de diciembre de 2013

Febril

FEBRIL

Desde este camastro maloliente presiento que es cosa de minutos que exhale mi último aliento. Cada inspiración me achicharra los pulmones y cuando expulso el aire, un burbujeo que sube desde lo más profundo de mis entrañas me deja tosiendo hasta casi perder el sentido. Está claro: ha llegado el momento de mi partida.
Entre la niebla que me envuelve, me parece oír unas voces familiares. «¿Es que no se va a morir el puto viejo de una vez?». Mis sobrinos, dos cuervos con traje y corbata, se ríen por lo bajinis, frotándose las manos cada vez que escuchan un estertor y mirando asqueados a la piltrafa en que se ha convertido su tío millonario. ¡Sinvergüenzas! Se creen que no les veo, qué equivocados están. La única que alivia un poco mi agonía es Adela, mi fiel servidora, que me enjuga la frente con paños fríos y humedece a cada rato mis labios agrietados.
Antes de hundirme en este colchón de babas y sudor, me sobresalta la presión de unos dedos huesudos en el brazo. «Ahora querrán que les firme el testamento, los muy buitres», pienso aterrado.
—La infección comienza a remitir, pero aún tiene mucha fiebre y sigue delirando, no sé qué dice de una herencia y unos sobrinos —informa el doctor a mi esposa y mis dos hijos tras auscultarme el pecho y tomarme la tensión—. Intenten que ingiera líquidos, ventilen la habitación a mediodía y cambien las sábanas las veces que sea necesario. En un par de días estará como nuevo.

Anda, pues igual todavía sigo vivo. Estoy agotado. Solo quiero quedarme dormido y que esta vez las pesadillas no regresen para invadir mi sueño.