sábado, 1 de febrero de 2014

Alimañas

ALIMAÑAS

Aunque cada día me esmeraba en cambiar las sábanas de hilo empapadas en sudor y limpiar sus llagas purulentas, nunca abría las ventanas. Así conseguía que las visitas que recibía sir Cedric fueran breves: ninguno de aquellos parientes lejanos soportaba el pestazo más de unos minutos. Cuando aparecían los sobrinos, enseguida les desenmascaraba y le susurraba al anciano: «unos buitres con corbata acechan tras la puerta, dos hienas con lazos de organdí merodean impacientes…», y sus alaridos les espantaban del todo. Si venía la enfermera a sacarle sangre, le aterrorizaba con vampiros y sanguijuelas. Vamos, lo que se me iba ocurriendo. Tan solo conmigo se sentía en paz. «¡Mi adorada Henriette, esposa mía!», deliraba mientras le enjugaba el sudor de la frente. Sir Cedric no se había casado nunca, pero no quise quitarle la ilusión.

Una noche, después de darle su tisana, le propuse hacer las maletas y alejarnos de aquella jauría. Sin mucho esfuerzo, le sonsaqué la combinación de la caja fuerte que, fisgoneando, había descubierto detrás del aparador. A la mañana siguiente, el viejo no respiraba. Recoloqué el cojín de damasco en la butaca de orejas y me senté a esperar sin prisa la llegada del doctor.