Le
despertaron unos ruidos que procedían del exterior de la gruta. No sabía cómo
había llegado allí ni recordaba nada de su pasado. Lo cierto es que le daba
igual. Comenzó a desencajar la mandíbula como intentando un bostezo, aunque más
que bostezo le salió una mueca amenazadora por los dos colmillos afilados y la
lengua bífida que asomaba entre ellos. Estiró su alargado cuerpo y se desperezó,
sacudiéndose la modorra acumulada durante todos los milenios que llevaba
enroscada como un ovillo.
Después se
restregó los ojos y se mudó la piel, dejando un montoncito de escamas pegajosas
a su lado. Sintió un rugido en el estómago y como era lo que más cerca tenía las
engulló de un bocado. Saciado el hambre, aguzó el oído hasta que los sonidos de
antes le fueron llegando con más claridad, convertidos ahora en voces. Y luego
en gritos. Al principio no lograba entender nada, pero poco a poco fue acostumbrando
el oído a ese idioma hasta hace un momento desconocido y muy interesada se
acomodó para seguir la conversación.
—¡Ya me has
oído, no te lo pienso repetir! —Era una voz ronca, displicente. Le gustó.
El Creador
estaba dando los últimos retoques a un muñeco de barro que no parecía muy
conforme.
—Bueno, te
voy a dar la razón porque la tienes. Tú eres mi gran obra, hecha a mi imagen y
semejanza, y es lógico lo que pides. Necesitarás compañía para disfrutar del
paraíso que he creado para ti.
—A ver, ya me
contarás. Te ha quedado todo muy chulo, pero fíjate —señaló hacia una colina—,
el ciervo con la cierva, el oso con la osa, ¡si hasta el cuco tiene compañera!
No me puedes dejar aquí solo. Si no arreglas este desbarajuste, me declararé en
huelga de hambre y moriré de inanición —aseveró muy serio cruzándose de brazos.
«Me ha salido
respondón el monigote», se entristeció el Creador. Mientras se acariciaba la
barba se le ocurrió una idea.
—Para que
veas que soy benevolente, voy a modelar con una de tus costillas una mujer que
te hará feliz. Un momento, no te muevas. ¿Listo? A la una, a las dos, a las
tres… ¡Ya está! ¿Te ha dolido? —Tiró el hueso al suelo y cubrió el torso
del hombre con un puñado de tierra.
—No, la
verdad es que no me he dado ni cuenta —reconoció dando una patada a la costilla—.
¿Y de esto vas a sacar una pareja
para mí? Estoy deseando verlo.
Aunque
acusaba el agotamiento tras una larga semana creando ríos, océanos, estrellas, volcanes,
animales y selvas, todavía le quedaban fuerzas para completar su obra.
—Espérame
aquí, que voy fuera a por un poco más de barro y verás —dijo al tiempo
que desaparecía.
La serpiente
no se había perdido detalle del espectáculo. Observó por el rabillo del ojo al
hombre, que yacía en la entrada de la cueva y se dejaba acariciar por los rayos
del sol mientras se hurgaba los dientes con un palito. Se arrastró silenciosa
hasta donde había quedado la costilla, clavó sus colmillos en ella e inoculó
hasta la última gota del veneno que almacenaba. Después regresó tan tranquila a
su escondrijo y agazapada siguió muy atenta los siguientes acontecimientos.
El Señor
modeló la nueva figurita de barro. Sus formas eran un poco más redondas que las
del hombre, que no paraba de exigir determinados detalles en la fisonomía de la
mujer: que si unas tetas más grandes, que si mejor un culo respingón, que si
los ojos color turquesa… Al final llegaron a un acuerdo y Adán, ese era su
nombre, quedó satisfecho con su media naranja, Eva. Cuando esta abrió los ojos,
se quedaron mirando durante una eternidad, se cogieron de las manos y se fundieron
en un prolongado magreo. El Señor carraspeó varias veces, incómodo, reclamando
su atención.
—Solo quiero
recordaros que la belleza que contempláis a vuestro alrededor —dijo
abriendo mucho los brazos, abarcando todo el terreno— ha sido creada pensando
en vuestro disfrute. No tendréis que trabajar y dispondréis de
alimento y agua de sobra, animales de carga y de compañía, cobijo… No necesitaréis
nada más. Y lo mejor de todo: seréis inmortales. Pero os impongo una única condición. —Salió
de la gruta y se situó bajo la sombra que proporcionaba un espléndido árbol
cargado de frutas rojas y verdes y amarillas—. ¿Veis este manzano? Pues no
podréis comer de su fruto. Ni falta que os hará, porque ya veis que hay
cientos, miles de ellos todos iguales, o sea, que sería tontería. Ahora bien,
si decidís desobedecerme, si caéis en la tentación de probar sus manzanas, me
enojaré y os expulsaré del paraíso. Tendréis que sudar para ganaros el
sustento; padeceréis enfermedades, conoceréis el dolor... Vosotros veréis. Yo
os dejo, que estoy agotado y necesito descansar. —Dicho esto agitó la mano y se
despidió—. ¡Mucha suerte, chicos!
A Adán le pareció
bien, aunque la advertencia le resultó innecesaria. Eva no dijo nada.
Durante algún
tiempo, vivieron muy felices Eva y Adán bañándose en las aguas cristalinas de
los arroyos, degustando los delicados manjares que les ofrecían los bosques,
revolcándose entre las flores… Y durante ese tiempo la serpiente, que se había
dedicado a explorar todo el paraíso de una punta a la otra, llegó a la
conclusión de que aquello era de un aburrimiento mortífero y empezó a urdir un
plan. Una mañana, se presentó ante la pareja y con la más falsa de sus sonrisas
les ofreció un fruto recién arrancado del árbol prohibido.
—Jamás en
vuestra vida habéis saboreado nada más delicioso que esto —les tentó con
voz meliflua—. Néctar de los mismísimos dioses, no sabéis lo que os perdéis.
Tomad, probadlo y me decís.
Una vez,
cuatro veces, cien, se negó Adán a aceptarla, mientras apartaba a empujones a
la joven de la presencia de la víbora. Pero Eva no quitaba ojo a la manzana y
no hacía más que salivar. Estuvieron así ni se sabe cuánto tiempo, en un tira y
afloja, hasta que al final vencieron el empecinamiento de la bicha y la
curiosidad de la mujer frente a la oposición y la prudencia de Adán.
—Un
mordisquito de nada, cariño, te lo prometo —le aseguró ella poniendo morritos.
Y así fue como desobedecieron al Señor. Y este se enfureció, como ya había
avisado. Y en cuestión de segundos, el cielo se cubrió de nubarrones negros,
retumbaron miles de truenos, sintieron un frio atroz y cayeron de rodillas al
suelo temblando de miedo, implorando clemencia. Habían despertado la ira de su
Dios.
Pero, por
desgracia para ellos, no había vuelta atrás.
Por su
necedad, fueron forzados a abandonar el paraíso, y tuvieron que dedicarse a
arar los campos para ganarse el alimento y criar ganado para tener ropas de
abrigo y carne y leche y sufrir al parir a sus hijos y enfermar y morir…
Con el transcurso
del tiempo, los hijos de los hijos de los hijos de los dos expulsados del
paraíso fueron poblando la tierra con nuevas generaciones. La serpiente,
siempre atenta a sus movimientos pero escondida entre tinieblas, intervenía de
vez en cuando con alguna de las suyas.
Como aquella
vez cuando convenció a Caín, el hijo mayor de Adán y Eva, de que lo mejor que
podía hacer era aplastarle con una roca el cráneo a su hermano Abel y
asegurarse así en exclusiva el cariño de sus padres.
O como en
aquella otra ocasión, cuando se puso a diluviar y el planeta entero se inundó.
Subido a la montaña más alta, Noé, un carpintero de la zona, trataba de poner
orden en su arca de madera, donde parejas de animales de distintas especies se
hacinaban para ser conducidas a un lugar seguro. Aprovechando el caos la serpiente,
con su mala baba milenaria, se zampó al último par de palomas de la paz que
había sobrevivido al hambre y al frío.
—¡Harta,
estoy muy harta! —resopló al cabo de años de tedio. Le fastidiaba y mucho tanta
caza y cópula, todo el rato lo mismo—. En cuanto te descuidas, se llena todo de
cachorros y de mocosos humanos. ¿Esto no va a terminar nunca? De verdad que no
lo soporto.
Y dicho esto,
abandonó la jungla en busca de un cambio de aires. Siguiendo un reguero de
rumores que circulaba por aquí y por allá, fue reptando por el calendario de
los siglos hasta llegar al año cero, a un pueblo llamado Belén, lleno de arroyos,
lavanderas, pastores, gallinas y cerdos, donde un tal Rey Herodes la recibió
con un abrazo en las puertas de su castillo. Después de compartir confidencias
y hacerse tan amiguitos, maquinaron un plan muy perverso que bañó de sangre la
aldea. Y aunque no obtuvieron el éxito deseado, la serpiente se sintió tan a
gusto en aquella nueva civilización que dos mil años después todavía sigue por
allí dando sus coletazos.