Antes de meter la llave en la
cerradura, Edgar vuelve la cabeza para echar un último vistazo al aparcamiento.
Dos Buick descoloridos, una moto cruzada en la acera. Un gato relamiéndose
junto a un cubo de basura volcado sobre los charcos.
―Edgar,
no estás de servicio.
―Chicago
es peor que una cloaca.
Entran en la habitación. Cuatro
paredes desnudas, una ventana desvencijada. Afuera retumban los truenos,
arrecia la tormenta. Edgar coloca encima de la mesa su arma, las esposas, la
placa. En el respaldo de la silla la chaqueta, la camisa, los pantalones. La
ropa interior. Su compañero le rodea con los brazos por detrás y comienza a
mordisquearle la oreja, a provocar el latido de su virilidad. Un relámpago
ilumina esta escena de pasiones prohibidas, de sexo furtivo. Sus cuerpos
tiemblan con el roce de sus dedos, con la tibia humedad de sus besos. Al borde
del éxtasis, ambos se funden en uno solo. Y cierran los ojos
Una ráfaga de luces alumbra la estancia, pero hace rato que cesó el golpeteo de la lluvia contra los
cristales. Edgar se gira hacia la ventana a tiempo de verles huir en la moto.
Con sus cámaras.
Malditos hijos de puta.