sábado, 5 de julio de 2014

Un sitio para ella

UN SITIO PARA ELLA


Entró en la residencia de los Spencer por la puerta de la cocina para no hacer ruido, por si aún no se habían levantado. Tras quitarse las botas mojadas y calzarse las zapatillas, Ekaterina suspiró con nostalgia al ver las fuentes con los dulces, los renos de los paquetes de regalo, las serpentinas de colores… Los restos de la Nochebuena.
Comenzó la limpieza por el salón. Colocó en su sitio unos taburetes de cuero que habían quedado junto a la chimenea y recogió del suelo dos copas vacías y una botella de brandy por la mitad. Le sorprendió ver un cenicero con dos puros; le recordó al abuelo Grigor, a quien solo permitían encender su pipa en las fechas señaladas.
Sobre la mecedora de la señora Emily reposaban las agujas de tejer y un gorrito azul con ositos rojos a medio terminar. Con mucho cuidado, lo guardó en la caja de los hilos.
Al pasar el aspirador, descubrió entre las butacas un caballito de madera, seguramente el regalo de Santa Claus para Dennis, el pequeño de la familia. Lo llevó junto a la sillita de paseo a una esquina de la sala y se dispuso a despejar la mesa de la cena.
Retiró las copas del brindis, cambió el mantel por otro limpio y pasó una bayeta humedecida por la trona del niño. Una hora después, ponía en marcha el lavavajillas y se dejaba caer en una banqueta de la cocina para descansar unos minutos antes de marcharse. Mientras se quitaba los guantes, no pudo evitar contemplar a través de los cristales las calles de la urbanización, a esa hora todavía sin las pisadas de los caminantes; los muñecos de nieve con sus bufandas de cuadros; el humo de las chimeneas encendidas…
Le ocurría cada vez que iba a casa de los Spencer. Ekaterina hacía lo imposible por desviar la mirada, pero siempre terminaba fijándose en el balancín amarillo que habían instalado para el nieto debajo del pino. Sintió una punzada en el pecho al ver las bolas y adornos de navidad que decoraban el árbol. Todo le recordaba a su pequeño Sasha, que pronto cumpliría cuatro años. A tres mil kilómetros de allí. Por primera vez, no podría soplar las velas junto a él.
De pronto escuchó unos saltitos en el pasillo y el inconfundible chirrido de unas ruedas que se acercaban. Con la punta del delantal, se secó a toda prisa las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos, justo antes de que el señor Spencer entrara en su silla de ruedas con el niño sentado en su regazo.
Katy, te lo advierto: hoy no te escapas. Ayer te esfumaste muy hábilmente, pero hoy no te lo voy a permitir. Y tomándola con suavidad del brazo, la invitó a pasar al salón. Mira añadió señalando hacia la mesa Dennis ha puesto una silla para ti.