TRAPOS SUCIOS
La misma
tarde que una camioneta aplastó bajo sus ruedas a mi gato se averió
la lavadora. De eso hace ya dos meses. Durante varias semanas mi único
entretenimiento fue asomarme por el balcón del patio a mirar los tendales de
las vecinas, pero siempre veía a sus mininos relamiéndose las patas sobre los
alféizares, lo cual me causaba mucho disgusto y desazón. Un día me cansé de
contemplar bragas, uniformes del Carrefour y calcetines de tenis. Cuando se me
empezaron a acumular batas llenas de lamparones y pañuelos con mocos, me acordé
de la lavandería que habían abierto hacía poco en el barrio. Así que metí toda
la ropa sucia en una bolsa, compré en el quiosco de abajo el Hola, y en cinco minutos ya estaba en el
local viendo cómo mi ropa giraba en el interior de un tambor.
Me senté en
una silla frente a la lavadora y abrí la revista. Aunque no pasé ni de la
primera hoja, me fue muy útil para ocultarme detrás de sus páginas y poder
mirar con disimulo al tipo que acababa de entrar. Era un muchacho joven, con
pinta de no haber pisado una peluquería en su vida, que solo paró de mover la
cabeza adelante y atrás y tocar una guitarra imaginaria cuando metió a lavar un
edredón, unas cortinas y un pijama de su talla; todo de Bob Esponja.
A la semana
siguiente volví. En una de las máquinas al fondo del local, me fijé en un señor
muy bronceado, elegantísimo dentro de su traje gris y con las canas engominadas
hacia atrás, que doblaba cuidadosamente en una maleta de viaje de Louis Vuitton
un montón de toallas blancas, todas con anagramas de hoteles como Sol Meliá,
Palace, Hilton… Un poco más allá, un tío con los antebrazos cubiertos de
tatuajes pasaba con mimo un cepillo a un osito que acababa de sacar con
todos los pelos de punta del centrifugado.
En un par
de meses, ya era asidua del local y conocía a casi toda la clientela. Un día
antes de salir, mientras esperaba a que terminara mi programa de secado, ayudé
a doblar las fundas del sofá a Rosaura, la vecina del quinto, que casi siempre
andaba por allí. La primera vez que vine tan desconsolada me dio todo su apoyo
y un paquete entero de kleenex, eso
no se olvida nunca. Sentada en un banco pegado a la pared, tejía un calcetín y charlaba
animadamente con el de la guitarra. Oí que le comentaba lo calentita y entretenida
que estaba aquí y que por eso venía todos los días con alguna muda o algún tapete
salpicado de café.
Me despedí
y camino de casa fui haciendo un recuento mental de toda la ropa que tenía
olvidada en armarios y cajones y a la que no vendría mal un buen repaso. Decidí
también que en cuanto naciera alguna camada de gatos en el barrio, me subiría
uno al piso; metiendo un cojín dentro del tambor de la lavadora rota, bien
podría servirle de cama.
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