ESCARMIENTOS
—Usted me
entiende, ¿verdad que sí, don Blas? Ella era lo que más quería, y después de
tantos años juntos ¡ahora pretendía abandonarme! Yo siempre animándola, «veeenga, que ya falta poooco». Pero
nada. Caminaba a su lado, tiraba de ella y todo eran protestas. Puede que la
culpa fuese mía, no digo que no; tan liado andaba con mis cosas que quizás no
presté suficiente atención a sus necesidades. Y de mientras, ella fue volviéndose
cada vez más exigente y achacosa y vieja y fea... Hasta que un día, harto de oír
sus quejidos, me dije ¡basta! Y la empujé por aquel barranco.
Mientras
pasa un trapo sucio por la barra, Blas escucha con aparente desinterés, como
suele hacer con los parroquianos de ojos encharcados. Observa al pobre infeliz
que ahoga sus penas en un vaso; una bicicleta despeñada no le parece mala idea.
Ahora mismo está pensando en decirle un par de cosas a su Vespa, y esta vez va
a ir muy en serio, qué se ha creído.