AL OTRO LADO
Todo lo que
pasaba, pasaba por la escalera. Apostado tras la puerta de la entrada, Matías
vigilaba el trasiego de los vecinos. Los tablones centenarios crujían con
suavidad o protestaban quejumbrosos, abrumados por el peso de sus cuerpos. Algunos
peldaños se hundían rendidos bajo las pisadas de las viejas, los saltitos de
los niños, el trote de los adolescentes… Matías era capaz de reconocer a muchos
de los inquilinos por sus andares cansados o por sus taconeos firmes; incluso
identificaba, por su forma de resoplar y arrastrar los pies, a la asistente que
venía dos veces por semana cargada con la compra.
Desde que
le dio el ictus unos años atrás, no había vuelto a salir de casa. Sentado en su
silla de ruedas, permanecía siempre atento al bullicio de la escalera; en su
vivienda la única ventana daba a un callejón sombrío, de modo que tuvo que
conformarse con oír pasar la vida, en lugar de verla.
Hasta que
un jueves oyó en el rellano a dos mujeres comentar que la comunidad había
aprobado la instalación de un ascensor. Cuando al lunes siguiente llegó la de
Servicios Sociales, tuvo que empujar con todo su cuerpo la puerta bloqueada por
la silla para descubrir allí sentado el cadáver de Matías. Llevaba puesto su
traje de calle, el sombrero de fieltro y unos relucientes zapatos negros.