EL PUPILO
«Vuelven
a ser invisibles, no seas quejica…», repetía mareado Stevie a la muñeca
tuerta mientras le pintarrajeaba la cara con rímel y colorete. Tras alisarle
los jirones del cabello, la escondió entre los arbustos del jardín y,
sacudiendo el índice en el aire, se despidió de ella con un «no te entretengas con nadie por la calle que
te conozco, ¿me has oído bien?». Antes de que regresara su madre de la
compra se fue a la nevera a por su segunda lata de cerveza, pensando que
todavía le quedaba aprender a eructar.