viernes, 30 de octubre de 2015

Ruidos

RUIDOS

Iba a pasar la aspiradora cuando llamaron a la puerta. O eso le pareció, que volvía a sonar el timbre, porque cuando se asomó a la mirilla no había nadie en el rellano. Desde que enviudara de Braulio, dos semanas atrás, la única presencia en aquel piso había sido la de la portera, tan aficionada a los duelos y velatorios ajenos. Mejor así, tranquilita y sola en casa, que ya bastante había tenido que aguantar durante treinta años. Pero desde el entierro, todas las tardes habían seguido llamando al timbre. Permaneció unos minutos en silencio en la entrada, arrimada a la pared, sin volver a escuchar nada. Se abrochó los botones de la bata, echó el pestillo por precaución, y giró cuatro veces la llave.
Aquella misma mañana había sonado también el telefonillo del portal, pero aunque preguntó varias veces quién era, no había recibido respuesta.
A tanto timbrazo y tanta llamada no estaba acostumbrada. Respiró hondo para alejar la sospecha que iba tomando forma en su imaginación, fijó con los dedos un rulo que se le estaba soltando de la coronilla y volvió a la sala a repasar con el plumero el polvo de las estanterías. Le resultó más fácil ahora que se había deshecho de la espantosa colección de elefantes africanos de Braulio; la de polvo que cogían y el trabajo que le daban. Siguió limpiando con el aspirador la alfombra de la sala y a continuación preparó un cubo de agua caliente con lejía y se puso a fregar el parqué del pasillo, que había ido perdiendo su color caoba de tanto restregarlo.
—He visto junto al contenedor antes de subir no sé cuántas cajas con la ropa y los trastos de tu esposo —le había soltado la portera dos días después del funeral—. Podías haber esperado un poco, digo yo. ¿Qué crees que pensarán los vecinos de este arrebato de limpieza?
Lo cierto es que en los vecinos no se había parado a pensar, pero desde que viera en la tele aquel programa de «Crimen e investigación» había decidido dejar el piso como un espejo, por si acaso.
Cuando ya llevaba la mitad del suelo hecho, se acordó de que había dejado agua a hervir para hacerse una tisana y fue a la cocina. Mientras bebía a sorbos de la taza, escuchó de nuevo unos golpes intermitentes en la entrada. Y juraría que también unos lamentos. Se dirigió de puntillas allí, descorrió la cerradura, giró temblorosa el picaporte y asomó la nariz por la puerta entreabierta sin quitar la cadena. Nada. Nadie.
Media hora más tarde, vaciaba el cubo de agua sucia por la baza cuando oyó unos golpetazos en el dormitorio. Al asomarse a la puerta, vio las contraventanas chocando contra los cristales y el bailoteo frenético de las cortinas contra la pared. Con el corazón saliéndosele por la boca, recorrió todas las habitaciones de la casa, cerrando ventanas y bajando persianas hasta quedarse a oscuras, y se acurrucó en la butaca cubriéndose hasta la cabeza con la mantita de cuadros. Ya no tenía ganas de seguir limpiando. Se tomaría una pastilla de las de dormir, aunque fueran las siete de la tarde, y se olvidaría de todo durante unas cuantas horas.
Al rato, sonó el teléfono. Ring, ring, ring. Pese a tenerlo al lado de la mano, no quiso sacar el brazo de su refugio protector y lo dejó sonar varias veces. Hasta que paró. Al poco, volvió a repetirse la llamada.  Pero no descolgó.
Presintió que sería la pesada de la portera. Solo de imaginarse las conclusiones a las que llegaría aquella mujer cuando le contara lo de los ruidos y golpes de los últimos días le entraba pavor. ¿Sospecharía, como ella, que era el espíritu de Braulio, dispuesto a vengar su muerte y seguir haciéndole la vida imposible incluso desde el Más Allá?