viernes, 30 de octubre de 2015

«Top Novia»

«TOP NOVIA»

—Está decidido, mamá. ¡Que no me caso! —musitó en un ahogo Teresa.
Tan concentrada estaba doña Concha cosiendo unas flores de encaje en el velo que ni se había percatado de que su hija se estaba asfixiando.
—A las cuñadas de Cuenca no sé si mandarles una invitación para todas y que se apañen —sopesaba entre dientes doña Concha mientras enhebraba una aguja—. Total, las cuatro viven en el mismo cuchitril de pueblo. Se la enviamos, por ejemplo, a la Nati, que es la menos chiflada, y que les dé a las otras el recado.
—¡Mamá! ¿Quieres hacer el favor de escucharme? —gimió congestionada Teresa. Doblada por la cintura como un pelele, trataba inútilmente de sacarse por la cabeza aquel vestido. A ratos se estiraba en la cama todo lo larga que era, otros se retorcía sobre la moqueta; pero cada vez se enredaba más y más con los tules.
—¿Decías algo, hija? —preguntó levantando la mirada de su labor. Estaba quedando precioso aquel velo. Lo de añadirle unos minúsculos tulipanes lo había copiado de una boda que vio en el HOLA, pero eso no lo reconocería jamás.
—¡Que ya no me voy a casar! —La voz de Teresa sonaba cada vez más apagada. Normal teniendo en cuenta que casi no podía respirar.
—No digas bobadas, tontina —se inquietó de pronto la mujer. No estaba dispuesta a suspender la ceremonia ni anular el banquete—. Anda, anda, serán los nervios. Recuerda que mañana tenemos que ir a  elegir la tarta.
—No estoy nerviosa, lo que estoy es gorda. ¡No entro en el vestido de la bisabuela! —protestó con un hilo de voz.
—No estás gorda, cariño, solo un poco rellenita. Y ya sabes que es tradición que todas las mujeres de esta familia nos casemos con él. Mira, haremos una cosa: a partir de mañana te pones a régimen. Bueno, mejor a partir del lunes, que mañana hay callos, pimientos rellenos y chuletón de buey con guarnición; y el domingo hemos quedado donde los primos para una parrillada. ¿Qué te parece?
—¡Mamá, haz el favor de quitarme esto de encima, que no puedo respirar…! —La pobre Teresa perdía el resuello por momentos; cada vez se sentía más débil. Con el pánico del que empieza a atisbar una luz al final del túnel, «soy demasiado joven para morir así, tan a lo tonto», tropezó con el espejo, que cayó con gran estrépito rompiéndose en pedazos. Doña Concha dejó en la caja las tijeras y se levantó pesadamente de la mecedora de mimbre.
—Hija, ten cuidado por dónde pisas, no vayas a cortarte con un cristal y a poner perdido de sangre el vestido. ¡Angélica! —gritó dirigiéndose a la puerta—. ¡Suba la escoba y el recogedor! Vaya lío que has organizado, Teresita, hija, y lo arrugada que ha quedado la cola, eres más poco cuidadosa… Aaay, perdona, hija, no llores. ¡Pero qué delicadas sois las novias! Recuerdo cuando yo…
—¡Que dejes de llamarme novia, te he dicho! —aulló la pobre muchacha, luchando ya sin fuerzas por acabar con aquel tormento.
—Ah, Angélica, ya está usted aquí. Escuche: a partir del lunes la niña comerá solo pechugas de pavo hervidas, ensalada y caldos. ¿Ha tomado nota?
Conteniendo la risa, Angélica asintió y desapareció por las escaleras con la escoba en una mano y el recogedor lleno de cristales en la otra.
—Ya verás, hija, como en un par de semanas se te va a poner un tipín igual que una maniquí de esas de las pasarelas —siguió doña Concha mientras estiraba con los dedos el velo ya casi terminado.
En una de sus contorsiones a ciegas, Teresa consiguió por fin zafarse de la trampa de organdí. Con la combinación enrollada al cuello y en bragas se arrastró desesperada hasta la ventana a respirar aire fresco.
—Sabes que no me gusta que te pasees en cueros por la casa, qué van a pensar los vecinos —le susurró doña Concha mirando de reojo el camino del jardín. Y volviendo la vista a la joven—. ¡Ay, si te viera ahora el Mauricio! No sabe bien ese muchacho la joyita que se lleva. Verás qué bien luces ese escote con el vestido. Tú no te preocupes, que esta tarde tu madre saca un poco de dobladillo por aquí, hilvana por allá, y con un par de kilos menos te quedará perfecto.
—No sé… —Teresa sorbió ruidosamente los mocos. La sola mención de su novio le había hecho dudar.
—Entonces no hay más que decir. —Doña Concha respiró aliviada. Su hija se ponía a veces un poco testaruda, pero ella sabía bien cómo hacerla entrar en razón—. Hala, que es la hora de comer y me está viniendo de la cocina un olor a tortilla de patata con cebolla, ummm…
—¿Hay filetes empanados?

—También, también.