PENUMBRAS
Lo que más disgustaba a
Damián de trabajar en la carbonera de su tío Basilio era salir de ella cubierto
de una capa de polvo negro. Dos semanas atrás, su madre les había confesado
entre lágrimas a los dos hermanos lo mal que andaban las cosas en casa y la
suerte que tenían de contar con un pariente empresario. Desde esa noche sus
sueños fueron en blanco y negro.
—Ya casi
estás hecho un hombre, Damián —le decía rozando con un dedo la pelusa que
empezaba a oscurecerse encima del labio—. Hasta que vuestro padre no salga del
sanatorio tenemos que arrimar todos el hombro, hijo.
Y eso
hacían. Arrimar el hombro. Guille se lo tomaba muy al pie de la letra y cuando
se metían en aquel antro, se pegaba tanto a él que más de una vez acabaron los
dos rodando entre las pilas de carbón. Aquello le fastidiaba mucho.
—¡Mira
cómo me has puesto! —le reprendía sacudiéndose el hollín del pantalón de
arpillera. Pero al ver los dos surcos blancos que caían rodando por su cara
tiznada, le rodeaba con un brazo los hombros y trataba de consolarle.
—Espérame
fuera, anda, que termino de cargar los sacos y hacemos el reparto. —Entonces
Guille se abrazaba a él muy fuerte, sin poder contener los hipidos, y salía
zumbando a la calle. Las babas que le dejaba pegadas a la camisa le daban
igual, bastante porquería tenía ya encima.
Era
precisamente esto lo que más coraje le daba. Porque si su hermano pequeño tenía
pánico a la oscuridad y a los monstruos que imaginaba agazapados en cada
rincón, lo que él más temía era cruzarse en alguna esquina con Laurita y que le
viera lleno de mugre.
Cada
tarde les llevaba unas dos horas hacer el reparto del carbón y cuando acababan
volvían derechos a casa, donde su madre tenía ya preparado un barreño de agua
caliente y un guante de crin con el que les restregaba las rodillas, el
pescuezo y las uñas. A continuación, les envolvía con una toalla y les dejaba
terminándose de secar frente a la lumbre mientras preparaba dos tazones de
leche tibia y unos mendrugos de pan.
—Repasáis
una hora la lección y luego podéis salir a jugar.
Y seguía
en la cocina frotando la ropa sucia, pelando patatas, vigilando el guiso del
puchero, fregando la vasija. A veces, derrengada, se sentaba un momento y con
el delantal se secaba la frente. Pero enseguida se reponía y con una sonrisa
continuaba con sus quehaceres.
Muchas
veces, Damián se quedaba allí con su madre. Le gustaba verla trajinar y siempre
estaba dispuesto a ayudarla a poner la mesa o a secar con un trapo los
cacharros. Pero se moría de ganas de ver a Laurita. Desde muy pequeños se
habían entendido muy bien: habían comenzado las mismas colecciones de cromos y
peleado por alguno casi imposible de conseguir; en los cumpleaños de sus
amigos, habían desafinado intencionadamente hasta caérseles las lágrimas de la
risa; habían echado cientos de carreras con sus bicicletas hasta el río… Cada
vez que uno recibía algún juguete nuevo, corría a enseñárselo al otro. Pero
hacía unos meses, cuando terminaron las clases, Damián se había sentido atraído
por ella de una manera distinta. Hasta ese día, nunca antes se había fijado en
el color verde grisáceo de los ojos de la niña.
El
viernes de esa semana, se despidieron del tío Basilio hasta el lunes. Damián
caminaba con paso rápido, deseando llegar a casa para ver la cara de su madre
cuando le entregaran las monedas que se habían ganado. Pero Guille iba
arrastrando los pies y apenas pronunció una palabra en todo el camino.
—Estás
muy pálido, hijo —se asustó su madre al verlos entrar. Le puso la mano en la
frente, el niño abrasaba—. Damián —ordenó mientras le desabrochaba la
chaqueta—. Vete a avisar al doctor.
Salió
como un rayo hacia la casa de don Tomás, el médico, que vivía al otro lado del
pueblo. Empezaba a anochecer, pero no había ninguna luz en las ventanas. El
coche tampoco estaba aparcado fuera. Aporreó con fuerza la puerta de roble
hasta pelarse los nudillos. Le corría un sudor frío por la espalda, sentía el
cuerpo rígido, pero inconscientemente seguía dando golpes. No se dio cuenta de
que alguien le zarandeaba por detrás hasta que oyó su voz. Entonces reaccionó.
—No hay
nadie, Damián. Se han ido todos a la boda de una sobrina y no vuelven hasta el
domingo. —Era ella. Laurita—. ¿Se ha puesto alguien malo en tu casa? Podemos
avisar a mi madre, ya sabes que a veces ayuda a su primo Sebas en la botica.
Carmela,
la madre de Laura, desinfectó con alcohol las heridas de su mano. Después se
dirigieron los tres a casa. Encontraron a Guille tumbado en el sofá junto a su
madre, que le enjuagaba la frente con un paño húmedo.
—Estaba
que se caía de cansancio. Le he dado una infusión y se ha quedado dormido
—musitó—. Es culpa mía, no tenía que haberle mandado a trabajar, si es solo un
chiquillo, pobrecín.
—Flori
—le susurró dulcemente Carmela—. Tú también estás agotada. No puedes pasarte
todo el día en la vaquería, ir luego a ver a tu marido y seguir en casa como si
nada. Si continúas así la que vas a caer enferma eres tú, y a ver quién cuida
entonces de los niños. Hablaré con Sebas, seguro que algo puede hacer.
Flori rompió
a llorar. Carmela hizo ponerse el gabán a Damián y les mandó a Laurita y a él a
la calle. Desde fuera, vieron cómo acaldaba en un momento la cocina y ponía a
hervir un cazo con un hueso, cebollas y zanahorias. Luego le ayudó a acostarse
y se quedó un rato hablando con ella, que la miraba con gratitud.
Mientras,
se sentaron a esperar en el poyo de la entrada. Empezaba a refrescar y Laurita
se acurrucó a su lado. Podía sentir la tibieza de su aliento y el olor a heno
de sus trenzas rubias. No quería manchar su chaqueta de lana, pero no se
atrevía a moverse. Ella cogió suavemente su mano descarnada y empezó a tocar
uno a uno sus dedos hasta quedar enlazados con los suyos. Entonces oyeron
abrirse la puerta.
—Ah, ya
viene mi madre. Oye, mañana podemos ir a coger ranas al río. Si puedes ven a
buscarme, ¿vale? ¡Adiós, Damián!
Entró al
cuarto de su madre. Escuchó su respiración profunda y supuso que alguna
medicina le habría dado Carmela para dormir. Se desvistió, se lavó en el
fregadero y se metió en el camastro. Tardó un rato en quedarse dormido, aún
podía sentir las caricias de Laurita sobre su piel. Esa noche soñó con la
espuma blanca del río, con unas bicis apoyadas en los troncos musgosos de los
chopos y con unas trenzas rubias.