miércoles, 25 de noviembre de 2015

Penumbras

PENUMBRAS


Lo que más disgustaba a Damián de trabajar en la carbonera de su tío Basilio era salir de ella cubierto de una capa de polvo negro. Dos semanas atrás, su madre les había confesado entre lágrimas a los dos hermanos lo mal que andaban las cosas en casa y la suerte que tenían de contar con un pariente empresario. Desde esa noche sus sueños fueron en blanco y negro.
—Ya casi estás hecho un hombre, Damián —le decía rozando con un dedo la pelusa que empezaba a oscurecerse encima del labio—. Hasta que vuestro padre no salga del sanatorio tenemos que arrimar todos el hombro, hijo.
Y eso hacían. Arrimar el hombro. Guille se lo tomaba muy al pie de la letra y cuando se metían en aquel antro, se pegaba tanto a él que más de una vez acabaron los dos rodando entre las pilas de carbón. Aquello le fastidiaba mucho.
—¡Mira cómo me has puesto! —le reprendía sacudiéndose el hollín del pantalón de arpillera. Pero al ver los dos surcos blancos que caían rodando por su cara tiznada, le rodeaba con un brazo los hombros y trataba de consolarle.
—Espérame fuera, anda, que termino de cargar los sacos y hacemos el reparto. —Entonces Guille se abrazaba a él muy fuerte, sin poder contener los hipidos, y salía zumbando a la calle. Las babas que le dejaba pegadas a la camisa le daban igual, bastante porquería tenía ya encima.
Era precisamente esto lo que más coraje le daba. Porque si su hermano pequeño tenía pánico a la oscuridad y a los monstruos que imaginaba agazapados en cada rincón, lo que él más temía era cruzarse en alguna esquina con Laurita y que le viera lleno de mugre.
Cada tarde les llevaba unas dos horas hacer el reparto del carbón y cuando acababan volvían derechos a casa, donde su madre tenía ya preparado un barreño de agua caliente y un guante de crin con el que les restregaba las rodillas, el pescuezo y las uñas. A continuación, les envolvía con una toalla y les dejaba terminándose de secar frente a la lumbre mientras preparaba dos tazones de leche tibia y unos mendrugos de pan.
—Repasáis una hora la lección y luego podéis salir a jugar.
Y seguía en la cocina frotando la ropa sucia, pelando patatas, vigilando el guiso del puchero, fregando la vasija. A veces, derrengada, se sentaba un momento y con el delantal se secaba la frente. Pero enseguida se reponía y con una sonrisa continuaba con sus quehaceres.
Muchas veces, Damián se quedaba allí con su madre. Le gustaba verla trajinar y siempre estaba dispuesto a ayudarla a poner la mesa o a secar con un trapo los cacharros. Pero se moría de ganas de ver a Laurita. Desde muy pequeños se habían entendido muy bien: habían comenzado las mismas colecciones de cromos y peleado por alguno casi imposible de conseguir; en los cumpleaños de sus amigos, habían desafinado intencionadamente hasta caérseles las lágrimas de la risa; habían echado cientos de carreras con sus bicicletas hasta el río… Cada vez que uno recibía algún juguete nuevo, corría a enseñárselo al otro. Pero hacía unos meses, cuando terminaron las clases, Damián se había sentido atraído por ella de una manera distinta. Hasta ese día, nunca antes se había fijado en el color verde grisáceo de los ojos de la niña.
El viernes de esa semana, se despidieron del tío Basilio hasta el lunes. Damián caminaba con paso rápido, deseando llegar a casa para ver la cara de su madre cuando le entregaran las monedas que se habían ganado. Pero Guille iba arrastrando los pies y apenas pronunció una palabra en todo el camino.
—Estás muy pálido, hijo —se asustó su madre al verlos entrar. Le puso la mano en la frente, el niño abrasaba—. Damián —ordenó mientras le desabrochaba la chaqueta—. Vete a avisar al doctor.
Salió como un rayo hacia la casa de don Tomás, el médico, que vivía al otro lado del pueblo. Empezaba a anochecer, pero no había ninguna luz en las ventanas. El coche tampoco estaba aparcado fuera. Aporreó con fuerza la puerta de roble hasta pelarse los nudillos. Le corría un sudor frío por la espalda, sentía el cuerpo rígido, pero inconscientemente seguía dando golpes. No se dio cuenta de que alguien le zarandeaba por detrás hasta que oyó su voz. Entonces reaccionó.
—No hay nadie, Damián. Se han ido todos a la boda de una sobrina y no vuelven hasta el domingo. —Era ella. Laurita—. ¿Se ha puesto alguien malo en tu casa? Podemos avisar a mi madre, ya sabes que a veces ayuda a su primo Sebas en la botica.
Carmela, la madre de Laura, desinfectó con alcohol las heridas de su mano. Después se dirigieron los tres a casa. Encontraron a Guille tumbado en el sofá junto a su madre, que le enjuagaba la frente con un paño húmedo.
—Estaba que se caía de cansancio. Le he dado una infusión y se ha quedado dormido —musitó—. Es culpa mía, no tenía que haberle mandado a trabajar, si es solo un chiquillo, pobrecín.
—Flori —le susurró dulcemente Carmela—. Tú también estás agotada. No puedes pasarte todo el día en la vaquería, ir luego a ver a tu marido y seguir en casa como si nada. Si continúas así la que vas a caer enferma eres tú, y a ver quién cuida entonces de los niños. Hablaré con Sebas, seguro que  algo puede hacer.
Flori rompió a llorar. Carmela hizo ponerse el gabán a Damián y les mandó a Laurita y a él a la calle. Desde fuera, vieron cómo acaldaba en un momento la cocina y ponía a hervir un cazo con un hueso, cebollas y zanahorias. Luego le ayudó a acostarse y se quedó un rato hablando con ella, que la miraba con gratitud.
Mientras, se sentaron a esperar en el poyo de la entrada. Empezaba a refrescar y Laurita se acurrucó a su lado. Podía sentir la tibieza de su aliento y el olor a heno de sus trenzas rubias. No quería manchar su chaqueta de lana, pero no se atrevía a moverse. Ella cogió suavemente su mano descarnada y empezó a tocar uno a uno sus dedos hasta quedar enlazados con los suyos. Entonces oyeron abrirse la puerta.
—Ah, ya viene mi madre. Oye, mañana podemos ir a coger ranas al río. Si puedes ven a buscarme, ¿vale? ¡Adiós, Damián!
Entró al cuarto de su madre. Escuchó su respiración profunda y supuso que alguna medicina le habría dado Carmela para dormir. Se desvistió, se lavó en el fregadero y se metió en el camastro. Tardó un rato en quedarse dormido, aún podía sentir las caricias de Laurita sobre su piel. Esa noche soñó con la espuma blanca del río, con unas bicis apoyadas en los troncos musgosos de los chopos y con unas trenzas rubias.