«TOP NOVIA»
—Está
decidido, mamá. ¡Que no me caso! —musitó en un ahogo Teresa.
Tan
concentrada estaba doña Concha cosiendo unas flores de encaje en el velo que ni
se había percatado de que su hija se estaba asfixiando.
—A las
cuñadas de Cuenca no sé si mandarles una invitación para todas y que se apañen
—sopesaba entre dientes doña Concha mientras enhebraba una aguja—. Total, las
cuatro viven en el mismo cuchitril de pueblo. Se la enviamos, por ejemplo, a la
Nati, que es la menos chiflada, y que les dé a las otras el recado.
—¡Mamá!
¿Quieres hacer el favor de escucharme? —gimió congestionada Teresa. Doblada por
la cintura como un pelele, trataba inútilmente de sacarse por la cabeza aquel
vestido. A ratos se estiraba en la cama todo lo larga que era, otros se
retorcía sobre la moqueta; pero cada vez se enredaba más y más con los tules.
—¿Decías
algo, hija? —preguntó levantando la mirada de su labor. Estaba quedando
precioso aquel velo. Lo de añadirle unos minúsculos tulipanes lo había copiado
de una boda que vio en el HOLA, pero
eso no lo reconocería jamás.
—¡Que ya no
me voy a casar! —La voz de Teresa sonaba cada vez más apagada. Normal teniendo
en cuenta que casi no podía respirar.
—No digas
bobadas, tontina —se inquietó de pronto la mujer. No estaba dispuesta a
suspender la ceremonia ni anular el banquete—. Anda, anda, serán los nervios.
Recuerda que mañana tenemos que ir a elegir la tarta.
—No estoy
nerviosa, lo que estoy es gorda. ¡No entro en el vestido de la bisabuela! —protestó
con un hilo de voz.
—No estás
gorda, cariño, solo un poco rellenita. Y ya sabes que es tradición que todas
las mujeres de esta familia nos casemos con él. Mira, haremos una cosa: a
partir de mañana te pones a régimen. Bueno, mejor a partir del lunes, que
mañana hay callos, pimientos rellenos y chuletón de buey con guarnición; y el
domingo hemos quedado donde los primos para una parrillada. ¿Qué te parece?
—¡Mamá, haz
el favor de quitarme esto de
encima, que no puedo respirar…! —La pobre Teresa perdía el resuello por momentos;
cada vez se sentía más débil. Con el pánico del que empieza a atisbar una luz
al final del túnel, «soy demasiado joven
para morir así, tan a lo tonto», tropezó con el espejo, que cayó con gran
estrépito rompiéndose en pedazos. Doña Concha dejó en la caja las tijeras y se levantó pesadamente de la
mecedora de mimbre.
—Hija, ten
cuidado por dónde pisas, no vayas a cortarte con un cristal y a poner perdido
de sangre el vestido. ¡Angélica! —gritó dirigiéndose a la puerta—. ¡Suba la
escoba y el recogedor! Vaya lío que has organizado, Teresita, hija, y lo
arrugada que ha quedado la cola, eres más poco cuidadosa… Aaay, perdona, hija,
no llores. ¡Pero qué delicadas sois las novias! Recuerdo cuando yo…
—¡Que dejes
de llamarme novia, te he dicho! —aulló la pobre muchacha, luchando ya sin
fuerzas por acabar con aquel tormento.
—Ah,
Angélica, ya está usted aquí. Escuche: a partir del lunes la niña comerá solo
pechugas de pavo hervidas, ensalada y caldos. ¿Ha tomado nota?
Conteniendo
la risa, Angélica asintió y desapareció por las escaleras con la escoba en una
mano y el recogedor lleno de cristales en la otra.
—Ya verás,
hija, como en un par de semanas se te va a poner un tipín igual que una maniquí
de esas de las pasarelas —siguió doña Concha mientras estiraba con los dedos el
velo ya casi terminado.
En una de
sus contorsiones a ciegas, Teresa consiguió por fin zafarse de la trampa de
organdí. Con la combinación enrollada al cuello y en bragas se arrastró
desesperada hasta la ventana a respirar aire fresco.
—Sabes que
no me gusta que te pasees en cueros por la casa, qué van a pensar los vecinos
—le susurró doña Concha mirando de reojo el camino del jardín. Y volviendo la vista a la joven—. ¡Ay, si
te viera ahora el Mauricio! No sabe bien ese muchacho la joyita que se lleva.
Verás qué bien luces ese escote con el vestido. Tú no te preocupes, que esta
tarde tu madre saca un poco de dobladillo por aquí, hilvana por allá, y con un
par de kilos menos te quedará perfecto.
—No sé… —Teresa
sorbió ruidosamente los mocos. La sola mención de su novio le había hecho
dudar.
—Entonces
no hay más que decir. —Doña Concha respiró aliviada. Su hija se ponía a veces
un poco testaruda, pero ella sabía bien cómo hacerla entrar en razón—. Hala,
que es la hora de comer y me está viniendo de la cocina un olor a tortilla de
patata con cebolla, ummm…
—¿Hay
filetes empanados?
—También,
también.