ALTOS VUELOS
Uno tras otro iban
recalando en el malecón los últimos barcos pesqueros buscando el abrigo del
puerto. Dejaban tras de sí una estela de agua teñida de rojo.
A Pauline le
desagradaba especialmente el olor a salitre y algas, pero desde luego no
pensaba perderse el nuevo bistro de moda. Allí esperaba a su amiga
Juliette, sentada en una mesa de la terraza.
—Sírvame
otro Châteaux Haut Brion, y haga el favor de traerlo bien frío. Este anterior —dijo alargando el
vaso vacío a la camarera— parecía caldo —exigió con desdén, observando por el
rabillo del ojo las tetas de la chica—. «Debería abrocharse el botón de la
blusa, parece una fulana. Seguro que son de silicona; cada vez se operan más
jóvenes» pensó, calculando que no tendría más de veinticinco años.
La camarera
retiró la copa y el platito de galletas que Pauline no había tocado y se alejó
hacia el interior del local, moviendo el culo con mucha gracia bajo el
ceñidísimo pantalón de rayitas blancas y grises. Pauline se fijó entonces en el
macizo que acababa de acodarse en la barra: náuticos azules, polo verde de
Lacoste, tez bronceada, patillas canosas. Contempló sus brazos bien torneados.
«Mmm, no está mal», pensó.
Le dedicó una
enorme sonrisa creyendo que la miraba a través de las gafas de sol, pero él
parecía más pendiente de la camarera mientras esta le servía un Martini.
Una gaviota se posó en lo alto de un mástil, frotándose el pico contra las
patas, mientras observaba cómo los afilados cuchillos de los marineros rasgaban
y extraían las entrañas de los peces.
Pauline
entornó la mirada, le lagrimeaban los ojos. Se había dejado en casa sus gafas
de sol Versace, justamente hoy que no había ni una sola nube en el cielo. Las
que llevaba en la guantera del coche eran de la temporada pasada, y como no le
combinaban con su bolso Hermés prefirió dejarlas allí.
Mientras se
retocaba los labios con una barra de carmín, miró con hastío la hora en el
móvil, volvió a marcar el número de Juliette, y colgó enfadada. Seguía apagado.
«Siempre llega tarde, qué coraje me da», se dijo mientras apuraba de un trago
su copa de vino blanco.
Atraída por el fuerte olor a comida, otra
gaviota más grande se hizo un hueco a empujones en el mástil y juntas
aguardaron, expectantes, el inicio del banquete.
—¡Ay, cielo,
perdona! Muacss, muacss. —Era Juliette la que se acababa de sentar a su lado,
dejando unas bolsas en el suelo. —Me entretuve unos minutos en el
Boulevard Saint Denis. Estaban de oferta en Dior y Saint Laurent, ya sabes que
yo me pierdo con estas cosas. Mira qué reloj me he comprado, por mi cumpleaños.
—Pero si no
es hasta diciembre… —contestó sin interés.
—Pauline,
hija, no te reconozco. Una tiene que mimarse cada día del año, y no te cuento
nada después de los cincuenta.
Pauline
miraba con disimulo al de los náuticos, que bebía tranquilamente su Martini en
la barra, mientras Juliette le mostraba la alhaja. Se fijó en que su amiga tenía
la manicura recién hecha. Ella solo había tenido tiempo de ponerse brillo en
las uñas esa mañana, pero al menos, se dijo tranquilizándose, había podido
pasar por Le Coiffeure para cubrirse las canas.
Mientras
Juliette sacaba de las bolsas un perfume de Dolce y Gabana, un neceser de Louis
Vuitton y unas sandalias con dos enormes flores en cada trabilla del dedo
gordo, el de los náuticos se acercó y las saludó, muy correctamente.
—Buenas
tardes, señoritas. Disculpen que les moleste, pero he visto que se les ha caído
esta cajita debajo de la mesa —dijo, agachándose para recoger un paquetito
transparente con un tanga y un sujetador de encaje—. No vaya a ser que esta
noche, quizá, alguna de ustedes lo eche en falta. —Las miró a ambas con una
sonrisa de complicidad que las hizo derretirse. Oh, perdón, mi nombre es Luigi.
—Ellas se presentaron también—. Hace calor hoy, ¿eh? —añadió al ver que una
sacaba el abanico y la otra se acababa la bebida de un tirón—. ¿Me permiten
convidarlas a una copa?
Pauline se
atragantó con el vino, pero Juliette fue más espabilada y, mirándole
sensualmente a los ojos, le aceptó la invitación. Él se despidió inclinando la
cabeza bajo el toldo de rayitas blancas y grises («parece un aristócrata»,
concluyó Pauline) e hizo un gesto a la camarera para que les sirviera. Luego
volvió a su solitario taburete. La camarera se retrasó un buen rato con la
comanda mientras se entretenía poniéndole a Luigi una fuente de moules
frites.
Cuando las sobras eran lanzadas al mar, las aves desplegaban sus alas,
levantaban con gran escándalo el vuelo y caían hacia la espuma del mar,
celebrando con sus graznidos el festín de intestinos, aletas y branquias.
—¡¡Pero te
has fijado bien en esa joyaaa!! —Juliette pellizcó entusiasmada a Pauline en el
brazo—. Es e-xac-ta-men-te mi tipo. ¡Vaya cuerpazo tiene el pimpollo! ¿Has
visto cómo le queda el pantalón? ¿No te parece que haríamos buena pare…?
—Reina,
céntrate, ¿qué pensaría tu Didier si te oyera hablar así?
—Bah, Didier
siempre está de viaje. Oye, ¿no estarás poniéndote celosa porque me ha guiñado
el ojo a mí?
Mientras
bebían de sus copas de vino y seguían enredadas en una discusión acerca de
quién de las dos lo había visto antes, con quién de ellas se acostaría él, o si
habría llegado en el Lamborguini rojo o en la Kawasaki aparcados delante de la
puerta, Juliette señaló sobresaltada al callejón: era Luigi, que vestido con un
delantal de rayitas blancas y grises, arrastraba un cubo de basura y lo
volcaba en el contenedor de la calle. La camarera, que ahora llevaba unos
shorts vaqueros y un top minúsculo le dio un beso en la boca antes de
despedirse.
A las gaviotas se les había unido un pequeño cormorán que pugnaba con ellas
por la comida. La lucha por los últimos restos era tan encarnizada que al
arrebatarse a picotazos los despojos, algunas plumas caían ensangrentadas al
mar.
A Pauline se
le cayó al césped la copa y a Juliette le entró tal ataque de tos que tuvo que
apagar el cigarrillo en el cenicero. Pauline dejó apresuradamente un billete
sobre la mesa, recogieron sus cosas y se marcharon tan dignas como pudieron, ambas
mirando hacia el frente, sin dirigirse la palabra.
En el puerto, un pequeño cormorán elevaba el vuelo, triunfante, llevando en
su pico una raspa de pescado. Atrás dejaba dos gaviotas desplumadas.