miércoles, 27 de julio de 2016

En ruta

EN RUTA

Pese a sus frecuentes viajes a Rabat, Antonio no conseguía acostumbrarse a aquellos calores. Mientras le cargaban el pescado en el camión, aprovechó para tomarse una limonada en la cantina.
Yusuf tenía mucha sed. Había tardado siete horas en llegar al puerto, pero su sueño de convertirse en una estrella del fútbol seguía inquebrantable.
Antonio se acercó a un tenderete a comprar unos dátiles rellenos para su Conchi. ¡Qué ganas tenía de verla!
Yusuf acariciaba el balón que llevaba en su macuto. En cuanto llegase a España, donde vivía su primo Ahmed, demostraría lo buen futbolista que era.
Mientras Antonio firmaba unos albaranes, Yusuf se coló en el remolque del primer vehículo que vio, el de Antonio, y se acurrucó detrás de unas cajas de forespan.
Tras desembarcar del ferry, Antonio cruzó la frontera, muy contento de que no le parasen en el control. Eso le ahorraría al menos media hora de viaje. En cuanto llegara a casa lo primero sería una ducha fría. Y después, su Conchi…
El funcionario de aduanas también estuvo de suerte. Se evitó abrir el remolque y encontrar junto a las cajas de merluza el cuerpo congelado de un chiquillo envuelto en una camiseta blaugrana.


lunes, 20 de junio de 2016

Viaje en familia

VIAJE EN FAMILIA

Al dejar atrás la playa y llegar al pueblecito pesquero cesaron los «clic clic» de las cámaras fotográficas; el grupo que había contratado la visita guiada se estaba empezando a impacientar. Los dos hombres, cargados con una nevera llena de latas de cerveza, insistían en seguir buscando más restos del naufragio en el arenal; no se conformaban con un triste zapato semihundido en la orilla ni con un chaleco salvavidas roto. Frau Schmidt aprovechó la parada para degustar un helado a la sombra con los niños; y los jóvenes Herbert y Klaus desaparecieron por un callejón para fumarse a escondidas un cigarrillo entre las casitas de adobe.
Pero se notaba que el murmullo general era de descontento.
—Está demasiado bien conservado, sin desconchones ni abolladuras ni vías de agua. No tiene pinta de haber estado a la deriva lleno de sirios —protestaba Hilda a Andreas, el guía local, señalando un bote de madera, mientras se untaba con crema protectora el rostro quemado—. Desde luego, y perdona que te diga —prosiguió ajustándose coqueta las gafas de sol—, esta excursión es una birria.
En el autobús de vuelta al hotel, los hombres roncaban en sus asientos, con la barriga llena de cerveza. Frau Schmidt daba palmas, animando a los niños a cantar. Herbert y Klaus iban con los cascos puestos, concentradísimos en sus iphones. Y Hilda se retocaba la máscara de ojos, mirando de soslayo al guía. ¿Se habría fijado en ella aquel mocetón?
Andreas reprimía como podía las lágrimas.


viernes, 6 de mayo de 2016

La vie est belle

LA VIE EST BELLE

Había logrado encandilar a los duques d´Artagnac aquella primavera, cuando limpiaba su piscina de hojarasca y bichos. Siempre a escondidas del uno o la otra, Olivier o estaba engarzando una flor en el bikini de ella o manoseando bajo el agua al anciano mientras le enseñaba a bucear. Así, consiguió ese verano el puesto de patrón en su yate.
Esa tarde de agosto, mientras el duque sesteaba en una tumbona, Olivier se acuclilló junto a la esposa para masajear con bronceador el interior de sus muslos. «¡¡¡Ooohh, merci, merci!!!», jadeaba la mujer, sin apartar la mirada del ceñidísimo bañador del haitiano.
Para aplacar el calentón, la duquesa se quitó su collar de diamantes y saltó al mar, agarrada a un salvavidas. Olivier aprovechó el momento para hurgarle la entrepierna al duque. Subyugado por el patrón haitiano, al hombre se le nubló la mente, estiró un brazo y desató la cuerda que sujetaba el flotador de la duquesa. Una ola repentina la hizo desaparecer en cuestión de segundos.
«C´est la vieee, mon chérieee…», canturreaba el mulato con una mano al timón, alzando victorioso con la otra el collar, mientras el duque exhalaba su último aliento atragantado con su miembro viril.


Mi cenicienta

MI CENICIENTA

Nada más verla con aquellos leggings marcando culo, me emocioné. Mejor dicho, nada más oler su sudor, porque cuando entró yo estaba de espaldas. Quiero decir cuando entraron, porque eran dos. Perdón por el aturullamiento, pero todavía me pongo nervioso al recordarla.
Se llamaba Amanda. No, no le pregunté el nombre, qué va. Fue la vieja que la acompañaba, su madre, quien murmuró mientras se dejaba caer en una silla: «Amanda, me voy a sentar un rato aquí, que estoy fatigada». Aún hoy, mientras recuerdo su nombre, Amanda, Amanda, Amanda, siento una vibración en el pecho. No, un cosquilleo en la nuca. No, un latigazo en la entrepierna. O todo a la vez. No sé.
A lo que iba. Cuando Amanda sacudió el dedo reclamando mi atención, me acerqué a donde estaba. Y ya dentro de su campo magnético, por algún motivo que ignoro, porque a mí la Física nunca se me dio bien en el instituto, me quedé sordo. A partir de ese momento, ya solo podía adivinar las frases que articulaban aquellos labios pintados de morado.
Entonces improvisé. La observé unos instantes. Calculé. Cogí de una estantería una bota de montaña, del treintaiocho. Ella ya se había descalzado. La bruja no me quitaba ojo. Me arrodillé en el suelo y sujetando con suma delicadeza su tobillo, intenté encajársela. Una y otra vez. No hubo manera.
 Me di cuenta de que había recuperado el oído cuando mi Amanda se la sacó y la tiró al suelo diciendo. «Mamá, este calzado para ligar en la disco no es». La bruja exclamó: «¡Este tío es gilipollas!», agarró del brazo a Amanda, Amanda, Amanda, y salieron de la tienda, dando un portazo.
Después vino el dueño de la zapatería y me dijo que no había superado el primer día de prueba.



Los comensales

LOS COMENSALES

Es como sale mejor: en la cocina de leña. Queda una tortilla riquísima, muy jugosa. Las cebollas más dulces y tiernas de la huerta se fríen en la sartén con las patatas y un pimiento verde. Después, se baten bien los huevos recién puestos por las gallinas del corral, que se pasan la vida correteando entre la hierba, de acá para allá, libres y felices al sol…
Día tras día, semana tras semana, mientras racionaban las galletas y el agua, tenían que aguantar el presidente y su séquito los bombardeos de aquel ujier pueblerino que se les había colado en el búnker.



El otro

EL OTRO


Subir de nuevo a la habitación azul mientras su tía duerme. Eso hace Ricky tras haber husmeado en el salón. Avanza despacito, de puntillas: dos peldaños adelante, uno atrás, otros dos adelante… Un relámpago y el estampido del trueno interrumpen esta cadencia, haciéndole evocar las luces parpadeantes de una ambulancia y el coche familiar rebotando precipicio abajo, hecho un amasijo de hierros y cuerpos desmembrados. Pero repentinamente frunce los labios al percibir el olor a pintura fresca de su cuarto y al niñito rubio en camisón que le mira furibundo, que sujeta un candelabro, que cierra los ojos antes de estrellarlo contra el espejo del armario.


Génesis

GÉNESIS

¡Qué disgusto más grande! Casi una semana organizándole la fiesta de bienvenida, pendiente de la iluminación, el catering, el arreglo floral… y cuando aparece aquel tipo ¡va y le da un corte de mangas! Mira, menudo cabreo que se pilló. A punto estuvo de meterlo todo de nuevo en la maleta: las pistas de esquí, las playas salvajes del Caribe, las langostas y el solomillo, las puestas de sol... Pero seis días de curro para nada, no. Así que le presentó a la que sería su mujer, le dio una patada en el culo y desapareció para siempre. Hasta hoy.


Lo imposible

LO IMPOSIBLE

Cada vez que le hablaba del último sobre rechazado, mi abuelo agitaba los puños, se ponía rojo entero y rechinaba los dientes. Ocurría cada domingo al volver a casa con sus estampas descoloridas. Siempre el mismo drama. Yo me sentaba a su lado en el sofá e intentaba consolarle, «quizá la próxima semana, abuelo», mientras pasábamos las páginas de la colección incompleta.
Cuando oía el berrinche, mi abuela venía al salón, giraba el dedo índice sobre su sien y le confiscaba el álbum que el pobre retenía en su regazo, riñéndole. «Un día te va a dar un jamacuco, Antonio», rutaba. «Maldito sea el puñetero cromo de Naranjito, ¡rediós!».


Mala cabeza

MALA CABEZA

No solo en las paredes del salón lucían sus trofeos. Tanto en corredores y galerías como en habitaciones y escaleras, docenas de cabezas disecadas acechaban con sus ojos de vidrio desde cada rincón del palacete de Lord Black. Los ejemplares con colmillos imprimían un aspecto inquietante al caserón, especialmente bajo la luz de los candelabros en las noches de tormenta. Tal era el espanto que infundían a sus visitas que ni después de alguna interminable partida de cartas regada con sus mejores caldos franceses se quedaba a dormir allí ningún contertulio que hubiese bebido demasiado champán. Si no podían conducir de vuelta, preferían pasar la noche dentro de sus vehículos en la cochera.
Lord Black se sentía muy orgulloso de sus piezas. En el club al que asistía cada día a almorzar, le gustaba presumir de que todas y cada una de ellas eran fruto de su habilidad con la escopeta. Se regodeaba al contar sus aventuras cuando regresaba de alguna de sus cacerías. Nada de compras ni subastas, qué ordinariez. Una colección forjada sobre el terreno a lo largo de los años, exponiendo su vida y la de los nativos que reclutaba, a quienes solía pagar con la carne y la piel de las fieras abatidas. Lord Black siempre se consideró un hombre muy desprendido.
Pero en el fondo se sentía desdichado. Cada vez que miraba el hueco vacío encima de la chimenea sentía que le faltaba un ejemplar: el que le había obsesionado desde que era niño. Y pese a la insistencia de sus colegas para que se olvidara del asunto, había decidido, después de años dándole vueltas, que iría a buscarlo. «Es una temeridad», le habían dicho, «no sabemos nada de ese animal, o lo que sea. Ni siquiera tenemos la certeza de que exista; seguramente es una artimaña para atraer turistas. Puede ser peligroso, piénsalo bien».
Que Lord Black no hiciera caso de estas advertencias no sorprendió a nadie, pues era de sobra conocida su obstinación y su debilidad por las especies protegidas o raras o en peligro de extinción. Él siempre había sostenido con vehemencia que si una especie estaba a punto de desaparecer, ¿qué mejor legado para la Humanidad que preservar un ejemplar de la misma para el goce y disfrute de las generaciones venideras?
Así que, desafiando hasta las restricciones burocráticas sobre el tráfico de animales, Lord Black organizó una expedición al Himalaya. Tenía reservado un lugar especial para el «Yeti» sobre la chimenea de su biblioteca y no volvería a casa con las manos vacías. Aunque tuviera que ausentarse durante meses, no regresaría sin la tan ansiada cabeza.
Y efectivamente, así fue. No volvió. O para ser más exactos, sí lo hizo, pero dentro de una caja de madera de pino. El ataúd con parte de sus despojos viajaba dos meses más tarde de vuelta a Londres en la bodega de un vuelo comercial, después de contrastar las pruebas de ADN solicitadas por el Consulado. Habían encontrado sus extremidades desgarradas y esparcidas entre arbustos y matorrales y el torso devorado, y lo habían metido todo en unas bolsas negras para su repatriación.
Aunque se organizaron batidas que rastrearon durante semanas el terreno, su cabeza nunca apareció. 


Enemistad

ENEMISTAD

Si no fue por unos amigos fue por otros, eso ya da igual. El caso es que un día accedí a que entrasen en mi casa un guerrero ninja, una vedette y un gato persa. A la chica y al gato no los volví a ver, pero el tipo se quedó merodeando por allí, muy pendiente de todos mis movimientos.
Al principio me cayó bien: le gustaba mi arroz salvaje de los domingos y no olvidó mandarme un ramo de flores por mi cumpleaños. Se reía también mucho con mis chistes, se reía así, «jijijij».
Pero pronto empezó a tomarse demasiadas confianzas: criticaba los versos que componía y las canciones que escuchaba. Hasta la marca de pienso que compré a Rufus le pareció mal.
 Así que le borré de mi Facebook y ya no somos amigos.


Altos vuelos

ALTOS VUELOS


Uno tras otro iban recalando en el malecón los últimos barcos pesqueros buscando el abrigo del puerto. Dejaban tras de sí una estela de agua teñida de rojo.
A Pauline le desagradaba especialmente el olor a salitre y algas, pero desde luego no pensaba perderse el nuevo bistro de moda. Allí esperaba a su amiga Juliette, sentada en una mesa de la terraza.
—Sírvame otro Châteaux Haut Brion, y haga el favor de traerlo bien frío. Este anterior —dijo alargando el vaso vacío a la camarera— parecía caldo —exigió con desdén, observando por el rabillo del ojo las tetas de la chica—. «Debería abrocharse el botón de la blusa, parece una fulana. Seguro que son de silicona; cada vez se operan más jóvenes» pensó, calculando que no tendría más de veinticinco años.
La camarera retiró la copa y el platito de galletas que Pauline no había tocado y se alejó hacia el interior del local, moviendo el culo con mucha gracia bajo el ceñidísimo pantalón de rayitas blancas y grises. Pauline se fijó entonces en el macizo que acababa de acodarse en la barra: náuticos azules, polo verde de Lacoste, tez bronceada, patillas canosas. Contempló sus brazos bien torneados. «Mmm, no está mal», pensó.
Le dedicó una enorme sonrisa creyendo que la miraba a través de las gafas de sol, pero él parecía más pendiente de la camarera mientras esta le servía un Martini.
Una gaviota se posó en lo alto de un mástil, frotándose el pico contra las patas, mientras observaba cómo los afilados cuchillos de los marineros rasgaban y extraían las entrañas de los peces.
Pauline entornó la mirada, le lagrimeaban los ojos. Se había dejado en casa sus gafas de sol Versace, justamente hoy que no había ni una sola nube en el cielo. Las que llevaba en la guantera del coche eran de la temporada pasada, y como no le combinaban con su bolso Hermés prefirió dejarlas allí.
Mientras se retocaba los labios con una barra de carmín, miró con hastío la hora en el móvil, volvió a marcar el número de Juliette, y colgó enfadada. Seguía apagado. «Siempre llega tarde, qué coraje me da», se dijo mientras apuraba de un trago su copa de vino blanco.
Atraída por el fuerte olor a comida, otra gaviota más grande se hizo un hueco a empujones en el mástil y juntas aguardaron, expectantes, el inicio del banquete.
—¡Ay, cielo, perdona! Muacss, muacss. —Era Juliette la que se acababa de sentar a su lado, dejando unas bolsas  en el suelo. —Me entretuve unos minutos en el Boulevard Saint Denis. Estaban de oferta en Dior y Saint Laurent, ya sabes que yo me pierdo con estas cosas. Mira qué reloj me he comprado, por mi cumpleaños.
—Pero si no es hasta diciembre… —contestó sin interés.
—Pauline, hija, no te reconozco. Una tiene que mimarse cada día del año, y no te cuento nada después de los cincuenta.
Pauline miraba con disimulo al de los náuticos, que bebía tranquilamente su Martini en la barra, mientras Juliette le mostraba la alhaja. Se fijó en que su amiga tenía la manicura recién hecha. Ella solo había tenido tiempo de ponerse brillo en las uñas esa mañana, pero al menos, se dijo tranquilizándose, había podido pasar por Le Coiffeure para cubrirse las canas.
Mientras Juliette sacaba de las bolsas un perfume de Dolce y Gabana, un neceser de Louis Vuitton y unas sandalias con dos enormes flores en cada trabilla del dedo gordo, el de los náuticos se acercó y las saludó, muy correctamente.
—Buenas tardes, señoritas. Disculpen que les moleste, pero he visto que se les ha caído esta cajita debajo de la mesa —dijo, agachándose para recoger un paquetito transparente con un tanga y un sujetador de encaje—. No vaya a ser que esta noche, quizá, alguna de ustedes lo eche en falta. —Las miró a ambas con una sonrisa de complicidad que las hizo derretirse. Oh, perdón, mi nombre es Luigi. —Ellas se presentaron también—. Hace calor hoy, ¿eh? —añadió al ver que una sacaba el abanico y la otra se acababa la bebida de un tirón—. ¿Me permiten convidarlas a una copa?
Pauline se atragantó con el vino, pero Juliette fue más espabilada y, mirándole sensualmente a los ojos, le aceptó la invitación. Él se despidió inclinando la cabeza bajo el toldo de rayitas blancas y grises («parece un aristócrata», concluyó Pauline) e hizo un gesto a la camarera para que les sirviera. Luego volvió a su solitario taburete. La camarera se retrasó un buen rato con la comanda mientras se entretenía poniéndole a Luigi una fuente de moules frites.
Cuando las sobras eran lanzadas al mar, las aves desplegaban sus alas, levantaban con gran escándalo el vuelo y caían hacia la espuma del mar, celebrando con sus graznidos el festín de intestinos, aletas y branquias.
—¡¡Pero te has fijado bien en esa joyaaa!! —Juliette pellizcó entusiasmada a Pauline en el brazo—. Es e-xac-ta-men-te mi tipo. ¡Vaya cuerpazo tiene el pimpollo! ¿Has visto cómo le queda el pantalón? ¿No te parece que haríamos buena pare…?
—Reina, céntrate, ¿qué pensaría tu Didier si te oyera hablar así?
—Bah, Didier siempre está de viaje. Oye, ¿no estarás poniéndote celosa porque me ha guiñado el ojo a mí?
Mientras bebían de sus copas de vino y seguían enredadas en una discusión acerca de quién de las dos lo había visto antes, con quién de ellas se acostaría él, o si habría llegado en el Lamborguini rojo o en la Kawasaki aparcados delante de la puerta, Juliette señaló sobresaltada al callejón: era Luigi, que vestido con un delantal de rayitas blancas y grises, arrastraba un cubo de  basura y lo volcaba en el contenedor de la calle. La camarera, que ahora llevaba unos shorts vaqueros y un top minúsculo le dio un beso en la boca antes de despedirse.
A las gaviotas se les había unido un pequeño cormorán que pugnaba con ellas por la comida. La lucha por los últimos restos era tan encarnizada que al arrebatarse a picotazos los despojos, algunas plumas caían ensangrentadas al mar.
A Pauline se le cayó al césped la copa y a Juliette le entró tal ataque de tos que tuvo que apagar el cigarrillo en el cenicero. Pauline dejó apresuradamente un billete sobre la mesa, recogieron sus cosas y se marcharon tan dignas como pudieron, ambas mirando hacia el frente, sin dirigirse la palabra.

En el puerto, un pequeño cormorán elevaba el vuelo, triunfante, llevando en su pico una raspa de pescado. Atrás dejaba dos gaviotas desplumadas.

Cuentos desde la charca

CUENTOS DESDE LA CHARCA

Niños, escuchad…
«Antes de dejar el biberón, el abuelo me llevaba de paseo todas las tardes al río.
¡Brrooompssspuuck!
¿Qué dice mi nena? me preguntaba mientras echaba pan a los patos. Mira, así, en trocines, ¿ves? Para que no se atraganten.
¡Agaagapuuck! chillaba yo señalando con mi puñito un chapoteo en la orilla.
¡Anda! ¡Si es una ranita! El abuelo sujetaba entre sus dedos un batracio resbaladizo y lo acercaba a mi cara para que lo viese bien. ¡Ya verás cuando se lo contemos a la abuela!
Entonces dejaba la ranita en la charca, con sus amiguitas las otras ranas, y volvíamos a casa. Con mi lengua de trapo, le contaba todo a la abuela “¡assbispuuck!”, mientras ella me hacía dos coletas».
Manu y Kepa palmoteaban entusiasmados desde sus cunas cada vez que su mamá, Puck, inventaba cuentos para ellos.
(Dedicado a Mar González Mena, «Puck»)


A bordo

A BORDO

—El día que una ola salte más de lo convenido os vais a enterar. ¿No veis que el barco va escorado? Y de todos los que estamos aquí, las únicas que nos salvaríamos seríamos esa —dijo señalando a una paloma blanca que atemorizada no se movía de lo alto del mástil— y yo, que sé nadar. De modo que si queréis llegar vivos a la costa y ofrecer un futuro a vuestros hijos, aunque sea en un zoo, ya podéis ir separándoos: las hembras a babor y los machos a estribor —ordenó a Noé y su pasaje la serpiente, que no se resignaba a perpetrar sus fechorías en una tierra despoblada.


El pan de cada día

EL PAN DE CADA DÍA


Como sombras fantasmagóricas atraviesan el corredor las muchachas de melena lacia. Solo se escucha el roce de sus zapatillas de felpa contra las baldosas, algún sollozo apagado y, al llegar al comedor, resoplidos y arcadas. Mientras mastican y tragan en silencio, el tintineo de tazas y cucharas; pero lo que más alto se oye siguen siendo sus arcadas.

Cuando van terminando de desayunar, la supervisora registra sus bolsillos en busca de tarrinas de mantequilla o tostadas. Entonces les permite quedarse un rato de charla, ver la tele o pasear por la sala. Pero durante la hora de la digestión, ni suplicando de rodillas podrá ninguna de ellas entrar al lavabo.

En blanco

EN BLANCO



Pero nunca, sin saber bien por qué, dejarán de mirar hacia arriba. Unos, convencidísimos de que encontrarán en el cielo su salvación, una señal divina, o algo. Otros, menos ingenuos, fantasearán con la venida de una de las diez plagas de Egipto la de las tinieblas estaría bien para aprovecharse del caos y escapar de aquellas cuatro paredes; o imaginarán a Dios descargando toda su ira en forma de, por ejemplo, diluvio universal, sin sopesar las consecuencias devastadoras de ese fenómeno apocalíptico. ¡Vaya disparates se les ocurren…! Aunque también hay algunos que, más sensatos ellos, se limitarán a mordisquear pacientemente el capuchón del boli hasta que el profesor mire para otro lado.

Propiedad intelectual

PROPIEDAD INTELECTUAL

Deja unos puntos suspensivos al final de la frase que tantos meses llevaba revoloteando en su cabeza. Consagrado en cuerpo y alma, consciente de la joya en bruto que manejaba, la ha recortado, pulido y revisado hasta la saciedad con auténtica devoción. La ha dejado también reposar, volviendo más tarde a ella con una nueva mirada. Pero quizá en el futuro nadie recuerde su nombre… o quizá sí; con los genios no siempre se ha hecho justicia. Esa duda le corroe cuando da por concluida la tarea.

«Érase una vez… Érase una vez…» vuelve a leer, desazonado, consumiéndose con el sonido de cada palabra.

Tragaderas

TRAGADERAS

Las palabras que ha aprendido por la noche las paladea poniendo toda su atención. Las dulces, «te quiero, vida mía», escasean tanto que se deleita triturándolas, saboreándolas. Pero de tanto llevarlas de un lado para otro de la boca (¿veinte veces, cincuenta, cien?), terminan desapareciendo diluidas en su saliva. Las más amargas, «¡zorra, malnacida!», las escupe, sin más. Al principio se las tragaba enteras, pero le salían úlceras en la cara y el cuello y su madre le recomendó que intentara evitarlas.

Las que suele haber de postre, «sin ti no puedo vivir»,  le son muy agrias. Siempre se le hacen bola hasta que consigue pasarlas.

Pobre niño rico

POBRE NIÑO RICO

La mañana del 25 de diciembre, Stevie se desperezó bajo las sábanas de su cama, se levantó sin ninguna prisa y se acercó al ventanal de su habitación. Con el puño de su pijama de Mickey Mouse frotó el cristal empañado, para poder ver el jardín. El sol lucía tímido en un cielo azul sin nubes, pero debía haber estado nevando toda la noche porque solo se veían los últimos escalones del tobogán. Descendió de puntillas las escaleras y suspiró aliviado al comprobar que no había paquetes de regalos bajo el árbol de navidad. Deseó fervientemente que con tanta nieve Santa Claus no hubiera podido entrar a la casa.
¡Stevie! El niño se sobresaltó al oír tras de sí la voz de su padre. Parece que Santa ha engordado unos kilos este invierno y no ha podido colarse por la chimenea. Parecía que le hubiese leído el pensamiento. Toma le alargó la bata y las zapatillas. Póntelas y vamos a echar una ojeada al garaje.
El niño le siguió. Allí, entre el Porsche de su madre y el Landrover de su padre, vio aparcado un flamante todoterreno a pilas envuelto en un enorme lazo rojo donde se podía leer: «Happy Christmas Day, Stevie».
¡Ho, Ho, Ho! ¿No es magnífico, hijo? voceaba el hombre imitando al tipo del trineo y los renos.
Stevie desvió la mirada a la pared del garaje, donde colgados en ganchos o apoyados en baldas, se oxidaban y acumulaban polvo triciclos, bicicletas de cuatro ruedas y todo tipo de cachivaches que cada año le traía el gordo de la barba blanca por aquellas fechas.
Sí, papá contestó. Hace mucho frío, ¿puedo ir a mi cuarto a mirar los dibujos?
Pero como cada año, sus padres habían sacado un hueco de sus agendas y le llevaron al parque de la ciudad. Antes de que Stevie se diera cuenta, su padre ya le había encajado en el sillín, abrochado el cinturón de seguridad y ajustado un casco de juguete, mientras su madre se sentaba en la terraza del Snack Bar y pedía al camarero dos Dry Martini.
Te das unas vueltas alrededor de la pista de patinaje, pero en media hora te quiero ver aquí, eh, Stevie dijo su padre programando el reloj digital que casi no cabía en la muñeca del chiquillo. En cuanto suene el pitido te vuelves. Y pulsando el botón rojo de Start situado en el salpicadero, accionó el vehículo, que empezó a desplazarse hacia delante, y se despidió de él agitando la mano. ¡Sujeta bien el volante! ¡No apartes la vista del camino! ¡Y no te choques, que es un regalo muy caro! ¡Ah, y diviértete! Y, por fin, pudo sentarse a dar un largo trago a su bebida.
Una vuelta y media había completado Stevie, preguntándose si dar vueltas alrededor de aquel circuito era divertirse y por qué los chicos y chicas se reían a carcajadas cuando se resbalaban y se caían de culo sobre la pista de hielo. Incluso llegó a pensar en apearse y jugar a lanzarse bolas de nieve con dos niños que le habían invitado a unirse a ellos justo cuando los estaba adelantando.
Ese pensamiento, al menos, le hizo sonreír. Pero no le dio tiempo a parar el vehículo, porque sonó la alarma del temporizador. Condujo entonces de vuelta el coche hacia la terraza de la cafetería. Le pareció distinguir a lo lejos a su madre aplicándose bálsamo en los labios frente a un espejito que sostenía en una mano, y a su padre mirando en dirección a él, dando golpes impaciente con el índice en la esfera de su reloj.


Pistas

PISTAS

«Acuérdate de lanzar mis cenizas al mar, y las del gato», ponía en un postit  fijado a la nevera bajo el imán de las Islas Canarias. Otro mensaje decía «no he separado tus puñeteras botellas, tíralas donde te dé la gana» sujeto por una jarra de cerveza Guiness, o «compra solo media barra de pan, que  hoy no comeré», debajo de un molino holandés.
Era lo único que se había salvado del fuego, la cocina. Antes de que llegara el juez a ordenar el levantamiento del cuerpo calcinado de la mujer, el inspector se guardó todas las notas en el bolsillo y regresó al salón. En dos días nada ni nadie le impedirían irse de vacaciones a Peñíscola.


La primera cita

LA PRIMERA CITA

Acuérdate de tirar mis cenizas al mar en una urna junto a unos claveles blancos desde esta misma playa. Suena romántico ¿eh, cuqui? Lo vi en una telenovela y me chifló. ¿Morbosa? Nooo, pero creo que moriré antes que tú. He de confesarte que mentí con la edad al rellenar la ficha, pronto cumpliré los sesenta... Uy, gracias: no los represento porque mis buenas perras me gasto en liftings y rellenos de hialurónico. ¿Que por qué te cuento todo esto? Lo mejor para una convivencia, cielo, es sincerarse desde el minuto uno y… Ah, que vas a por tabaco. Sí, aquí te espero, pichu, no tardes.


La cocinera

LA COCINERA

Serán solo cien palabras, contadas, las que bucean en la sopa de letrascalculaba don Santiago mientras metía la nariz en el puchero humeante.
—Se distrae usted, amigo mío, con trivialidades —replicaba don Camilo—. Fíjese, fíjese bien en la contundencia de estas patatas ilustradas.
En el preciso instante en que los dos catedráticos jubilados se retaban con sus cucharas, aparecía yo por la cocina cargada con un cesto de lechugas del huerto y los empujaba hacia la sala común, mientras hervían los guisos. Y como una autómata me adelantaba siempre a su siguiente pregunta.
—Que siií… Que de postre habrá ¡peras conferencia!

Juan

JUAN
                 
Érase una vez un niño que se llamaba Juan y tenía una perra que se llamaba Luna. Pero hoy vamos a hablar del niño, porque la perra bastante lata que da y siempre le está robando el protagonismo, «que si por las mañanas sácame a pasear, que si prefiero cuando no llueve y puedo correr suelta por la playa, que si con marea baja mejor, para tener más espacio y correr detrás de la pelotita de tenis que me lanzáis, ¡qué manía con lanzarla al mar…! Menos mal que suelo pillarla antes de que llegue la ola, porque cuando la mar se pone brava, no hay nada que hacer y siempre me quedo sin mi juguetito».

(Para mi sobrino Juan)

Hostilidades

HOSTILIDADES

¿Por qué demonios sus dueños los han abandonado en ese inhóspito lugar donde se seca la mies y uno llega a marearse con su olor dulzón y ese arrullo repetido: rorro? Eso quisiera saber el platero, que empuña desconfiado su yunque; y el arriero de cabello escaso, que a voces intenta ahuyentar a un hombre desastrado que pretende arrebatarle sus aperos de labranza.
Desde su lejano éter, el Dios del Sol contempla abatido la decadencia de estos personajes sentenciados a convivir en la página de pasatiempos de un periódico amarillento.


Festejo

FESTEJO

Van a comprarse un vestido nuevo y un helado, y luego ¡a la feria! Sujetando un globo de Pocoyo, Laurita se monta en la ambulancia del tiovivo. La madre aprovecha para practicar su puntería en la caseta de tiro. Qué mujer, ni que hubiera hecho la mili: en un momento ha ganado tres peluches. Se gastan las últimas monedas en un cucurucho de palomitas y regresan a casa, felices. Mientras la niña se pone el pijama, ella esconde los muñecos entre sus juguetes, se ciñe el vestido negro, y hurgándose con la lengua el maíz atravesado en sus encías, baja al salón al velatorio de su suegra.



El sentido del deber

EL SENTIDO DEL DEBER

Era de los pocos detectives honrados que quedaban en la ciudad, según sus conocidos. «Y muy escrupuloso», matizaba él. Con gran diligencia, solía pillar in fraganti a los morosos dilapidando alegremente el dinero en televisores de plasma o móviles de última generación; a los adúlteros entrando a hurtadillas en moteles de tercera; y a los que iban con el collarín a demandar a las compañías de seguros, descargando frigoríficos o sofás de los maleteros de sus furgonetas.

«Cuánto fraude, cuánta traición», se dolía cada mañana mientras desayunaba un huevo pasado por agua. Esa tarde le tocaba visitar a su hijo en prisión. Lo de perdonar a su mujer lo pensaría otro día.

Quebraderos

QUEBRADEROS

¡Qué fastidio! Una uña rota precisamente hoy. ¿Pero se habría fijado bien su hija en el muerto de hambre con quien pensaba casarse? Menuda pinta perroflauta su futuro yerno, con esas barbas y ese tupé. ¿Y se habría acordado la Fermina de acercarse al tinte a por el traje del señor? Mmm… Aunque peor habría sido que, con cuarenta años, Natalia se hubiese quedado a vestir santos, que vaya apuros le hacía pasar en el club cuando en las partidas de bridge sus amigas, con muy mala baba, le preguntaban que cuándo comerían boda y si habría que llevar pamela o no.


Candidez

CANDIDEZ

En el comedor del cole me daba apuro besar el pan cuando se me caía al suelo. ¿Qué pensarían de mí los otros niños? Pero mentalmente lo hacía. Lo que decía en casa la tata Juliana era incuestionable: por ejemplo, los Miércoles de Ceniza a ninguno de los hermanos se nos ocurría frotarnos la frente marcada con el Signo de la Santa Cruz ni cuando nos acostábamos. Decía también que el «13» traía mala suerte.

Creo sinceramente que perdí la inocencia el día que en un sorteo cambié una papeleta por otra y tocó una bicicleta. En el número «13».

sábado, 12 de marzo de 2016

Regreso a la base

REGRESO A LA BASE

Me hacía mucha ilusión ser abducida y para ir aclimatándome me apunté a un cursillo preparatorio al espacio.
En la cámara antigravedad me mareé dando volteretas y se me indigestó el liofilizado de pollo al curry, que encima no sabía a nada. Pero lo peor fue en la cabina de la nave. Estrechísima. Nada más entrar se bloqueó con un click la puerta y me agobié. Enseguida noté que me estaba dando un sofocón de los gordos. Hasta las orejas me ardían.
«Cuando estés estresada, respira con el abdomen», solía decirme el monitor de yoga. «Inspira cinco segundos, mantén el aire otros cinco, expira…». Pues tan fácil no será, porque me puse a hiperventilar y se me nubló la vista. Metí la mano en el bolso y busqué la cartera, pero nada. Estaba empezando a ponerme muy nerviosa. Al final la encontré, menos mal. Siempre llevo dentro unas pastillas de Lexatin. Me tragué dos. Como tardan unos minutos en hacer efecto, volví a lo de la respiración: inspira, cuenta hasta tres, ¿o era hasta seis? Uf, qué rato más horroroso pasé.

Entonces decidí dejarme de líos platónicos y hacer más caso a mi Pepe, que le salían riquísimas las paellas.

La familia y uno más

LA FAMILIA Y UNO MÁS


Papá, papaaá… ¿Falta mucho? repite aburrido Alex mientras golpea con un muñeco articulado la cabeza de su hermana, que no para de gimotear y quejarse a su madre. Pero esta no le hace el menor caso porque va parloteando de esto y aquello sin dejar de mover el dial de la radio hasta detenerlo en una emisora donde esa mañana, vaya por Dios, dedican el programa a repasar los éxitos musicales del cantante Joselito, El pequeño ruiseñor.
Al intentar aplastar una mosca, la mujer da un manotazo al mando del limpiaparabrisas que se pone a girar frenéticamente de un lado para otro embadurnando con cagadas de paloma y barro la luna delantera justo en el preciso momento en que están adelantando a dos ciclistas.
Veinte interminables minutos después, el GPS anuncia el final del trayecto. Con las piernas temblorosas y la camisa empapada en sudor, Ramón se apea del coche. El examinador abre una de las puertas traseras y se baja también.
—Enhorabuena, Ramón le felicita dándole unas palmaditas en la espalda, ha aprobado usted el carné de conducir. Algunos días nadie consigue superar la prueba práctica. Por curiosidad, dígame, ¿tiene usted hijos?