viernes, 6 de mayo de 2016

Altos vuelos

ALTOS VUELOS


Uno tras otro iban recalando en el malecón los últimos barcos pesqueros buscando el abrigo del puerto. Dejaban tras de sí una estela de agua teñida de rojo.
A Pauline le desagradaba especialmente el olor a salitre y algas, pero desde luego no pensaba perderse el nuevo bistro de moda. Allí esperaba a su amiga Juliette, sentada en una mesa de la terraza.
—Sírvame otro Châteaux Haut Brion, y haga el favor de traerlo bien frío. Este anterior —dijo alargando el vaso vacío a la camarera— parecía caldo —exigió con desdén, observando por el rabillo del ojo las tetas de la chica—. «Debería abrocharse el botón de la blusa, parece una fulana. Seguro que son de silicona; cada vez se operan más jóvenes» pensó, calculando que no tendría más de veinticinco años.
La camarera retiró la copa y el platito de galletas que Pauline no había tocado y se alejó hacia el interior del local, moviendo el culo con mucha gracia bajo el ceñidísimo pantalón de rayitas blancas y grises. Pauline se fijó entonces en el macizo que acababa de acodarse en la barra: náuticos azules, polo verde de Lacoste, tez bronceada, patillas canosas. Contempló sus brazos bien torneados. «Mmm, no está mal», pensó.
Le dedicó una enorme sonrisa creyendo que la miraba a través de las gafas de sol, pero él parecía más pendiente de la camarera mientras esta le servía un Martini.
Una gaviota se posó en lo alto de un mástil, frotándose el pico contra las patas, mientras observaba cómo los afilados cuchillos de los marineros rasgaban y extraían las entrañas de los peces.
Pauline entornó la mirada, le lagrimeaban los ojos. Se había dejado en casa sus gafas de sol Versace, justamente hoy que no había ni una sola nube en el cielo. Las que llevaba en la guantera del coche eran de la temporada pasada, y como no le combinaban con su bolso Hermés prefirió dejarlas allí.
Mientras se retocaba los labios con una barra de carmín, miró con hastío la hora en el móvil, volvió a marcar el número de Juliette, y colgó enfadada. Seguía apagado. «Siempre llega tarde, qué coraje me da», se dijo mientras apuraba de un trago su copa de vino blanco.
Atraída por el fuerte olor a comida, otra gaviota más grande se hizo un hueco a empujones en el mástil y juntas aguardaron, expectantes, el inicio del banquete.
—¡Ay, cielo, perdona! Muacss, muacss. —Era Juliette la que se acababa de sentar a su lado, dejando unas bolsas  en el suelo. —Me entretuve unos minutos en el Boulevard Saint Denis. Estaban de oferta en Dior y Saint Laurent, ya sabes que yo me pierdo con estas cosas. Mira qué reloj me he comprado, por mi cumpleaños.
—Pero si no es hasta diciembre… —contestó sin interés.
—Pauline, hija, no te reconozco. Una tiene que mimarse cada día del año, y no te cuento nada después de los cincuenta.
Pauline miraba con disimulo al de los náuticos, que bebía tranquilamente su Martini en la barra, mientras Juliette le mostraba la alhaja. Se fijó en que su amiga tenía la manicura recién hecha. Ella solo había tenido tiempo de ponerse brillo en las uñas esa mañana, pero al menos, se dijo tranquilizándose, había podido pasar por Le Coiffeure para cubrirse las canas.
Mientras Juliette sacaba de las bolsas un perfume de Dolce y Gabana, un neceser de Louis Vuitton y unas sandalias con dos enormes flores en cada trabilla del dedo gordo, el de los náuticos se acercó y las saludó, muy correctamente.
—Buenas tardes, señoritas. Disculpen que les moleste, pero he visto que se les ha caído esta cajita debajo de la mesa —dijo, agachándose para recoger un paquetito transparente con un tanga y un sujetador de encaje—. No vaya a ser que esta noche, quizá, alguna de ustedes lo eche en falta. —Las miró a ambas con una sonrisa de complicidad que las hizo derretirse. Oh, perdón, mi nombre es Luigi. —Ellas se presentaron también—. Hace calor hoy, ¿eh? —añadió al ver que una sacaba el abanico y la otra se acababa la bebida de un tirón—. ¿Me permiten convidarlas a una copa?
Pauline se atragantó con el vino, pero Juliette fue más espabilada y, mirándole sensualmente a los ojos, le aceptó la invitación. Él se despidió inclinando la cabeza bajo el toldo de rayitas blancas y grises («parece un aristócrata», concluyó Pauline) e hizo un gesto a la camarera para que les sirviera. Luego volvió a su solitario taburete. La camarera se retrasó un buen rato con la comanda mientras se entretenía poniéndole a Luigi una fuente de moules frites.
Cuando las sobras eran lanzadas al mar, las aves desplegaban sus alas, levantaban con gran escándalo el vuelo y caían hacia la espuma del mar, celebrando con sus graznidos el festín de intestinos, aletas y branquias.
—¡¡Pero te has fijado bien en esa joyaaa!! —Juliette pellizcó entusiasmada a Pauline en el brazo—. Es e-xac-ta-men-te mi tipo. ¡Vaya cuerpazo tiene el pimpollo! ¿Has visto cómo le queda el pantalón? ¿No te parece que haríamos buena pare…?
—Reina, céntrate, ¿qué pensaría tu Didier si te oyera hablar así?
—Bah, Didier siempre está de viaje. Oye, ¿no estarás poniéndote celosa porque me ha guiñado el ojo a mí?
Mientras bebían de sus copas de vino y seguían enredadas en una discusión acerca de quién de las dos lo había visto antes, con quién de ellas se acostaría él, o si habría llegado en el Lamborguini rojo o en la Kawasaki aparcados delante de la puerta, Juliette señaló sobresaltada al callejón: era Luigi, que vestido con un delantal de rayitas blancas y grises, arrastraba un cubo de  basura y lo volcaba en el contenedor de la calle. La camarera, que ahora llevaba unos shorts vaqueros y un top minúsculo le dio un beso en la boca antes de despedirse.
A las gaviotas se les había unido un pequeño cormorán que pugnaba con ellas por la comida. La lucha por los últimos restos era tan encarnizada que al arrebatarse a picotazos los despojos, algunas plumas caían ensangrentadas al mar.
A Pauline se le cayó al césped la copa y a Juliette le entró tal ataque de tos que tuvo que apagar el cigarrillo en el cenicero. Pauline dejó apresuradamente un billete sobre la mesa, recogieron sus cosas y se marcharon tan dignas como pudieron, ambas mirando hacia el frente, sin dirigirse la palabra.

En el puerto, un pequeño cormorán elevaba el vuelo, triunfante, llevando en su pico una raspa de pescado. Atrás dejaba dos gaviotas desplumadas.