MI
CENICIENTA
Nada más verla con aquellos leggings marcando culo, me emocioné.
Mejor dicho, nada más oler su sudor, porque cuando entró yo estaba de espaldas.
Quiero decir cuando entraron, porque eran dos. Perdón por el aturullamiento,
pero todavía me pongo nervioso al recordarla.
Se llamaba Amanda. No, no le
pregunté el nombre, qué va. Fue la vieja que la acompañaba, su madre, quien
murmuró mientras se dejaba caer en una silla: «Amanda, me voy a sentar un
rato aquí, que estoy fatigada». Aún hoy, mientras recuerdo su nombre, Amanda, Amanda,
Amanda, siento una vibración en el pecho. No, un cosquilleo en la nuca. No, un
latigazo en la entrepierna. O todo a la vez. No sé.
A lo que iba. Cuando Amanda
sacudió el dedo reclamando mi atención, me acerqué a donde estaba. Y ya dentro
de su campo magnético, por algún motivo que ignoro, porque a mí la Física nunca
se me dio bien en el instituto, me quedé sordo. A partir de ese momento, ya solo
podía adivinar las frases que articulaban aquellos labios pintados de morado.
Entonces improvisé. La observé
unos instantes. Calculé. Cogí de una estantería una bota de montaña, del
treintaiocho. Ella ya se había descalzado. La bruja no me quitaba ojo. Me
arrodillé en el suelo y sujetando con suma delicadeza su tobillo, intenté
encajársela. Una y otra vez. No hubo manera.
Me di cuenta de que había recuperado el oído
cuando mi Amanda se la sacó y la tiró al suelo diciendo. «Mamá,
este calzado para ligar en la disco no es». La bruja exclamó: «¡Este
tío es gilipollas!», agarró del brazo a Amanda, Amanda, Amanda, y salieron de
la tienda, dando un portazo.
Después vino el dueño de la
zapatería y me dijo que no había superado el primer día de prueba.