POBRE NIÑO
RICO
La mañana del 25 de diciembre,
Stevie se desperezó bajo las sábanas de su cama, se levantó sin ninguna prisa y
se acercó al ventanal de su habitación. Con el puño de su pijama de Mickey
Mouse frotó el cristal empañado, para poder ver el jardín. El sol lucía tímido
en un cielo azul sin nubes, pero debía haber estado nevando toda la noche
porque solo se veían los últimos escalones del tobogán. Descendió de puntillas
las escaleras y suspiró aliviado al comprobar que no había paquetes de regalos
bajo el árbol de navidad. Deseó fervientemente que con tanta nieve Santa Claus
no hubiera podido entrar a la casa.
―¡Stevie! ―El niño se sobresaltó al oír tras de sí la voz de su
padre―. Parece que Santa ha engordado
unos kilos este invierno y no ha podido colarse por la chimenea. ―Parecía que le hubiese leído el pensamiento―. Toma ―le alargó la bata y las zapatillas―. Póntelas y vamos a echar una ojeada al garaje.
El niño le siguió. Allí, entre el
Porsche de su madre y el Landrover de su padre, vio aparcado un flamante
todoterreno a pilas envuelto en un enorme lazo rojo donde se podía leer: «Happy
Christmas Day, Stevie».
―¡Ho, Ho, Ho! ¿No es magnífico, hijo? ―voceaba el hombre imitando al tipo del trineo y los
renos.
Stevie desvió la mirada a la
pared del garaje, donde colgados en ganchos o apoyados en baldas, se oxidaban y
acumulaban polvo triciclos, bicicletas de cuatro ruedas y todo tipo de
cachivaches que cada año le traía el gordo de la barba blanca por aquellas
fechas.
―Sí, papá ―contestó―. Hace mucho frío, ¿puedo ir a mi cuarto a mirar los
dibujos?
Pero como cada año, sus padres
habían sacado un hueco de sus agendas y le llevaron al parque de la ciudad.
Antes de que Stevie se diera cuenta, su padre ya le había encajado en el sillín,
abrochado el cinturón de seguridad y ajustado un casco de juguete, mientras su
madre se sentaba en la terraza del Snack Bar y pedía al camarero dos Dry
Martini.
―Te das unas vueltas alrededor de la pista de patinaje,
pero en media hora te quiero ver aquí, eh, Stevie ―dijo su padre programando el reloj digital que casi no
cabía en la muñeca del chiquillo―. En cuanto suene el pitido te vuelves. ―Y pulsando el botón rojo de Start situado en el
salpicadero, accionó el vehículo, que empezó a desplazarse hacia delante, y se despidió
de él agitando la mano―. ¡Sujeta bien el volante! ¡No apartes la vista del
camino! ¡Y no te choques, que es un regalo muy caro! ¡Ah, y diviértete! ―Y, por fin, pudo sentarse a dar un largo trago a su
bebida.
Una vuelta y media había completado Stevie,
preguntándose si dar vueltas alrededor de aquel circuito era divertirse y por
qué los chicos y chicas se reían a carcajadas cuando se resbalaban y se caían
de culo sobre la pista de hielo. Incluso llegó a pensar en apearse y jugar a
lanzarse bolas de nieve con dos niños que le habían invitado a unirse a ellos
justo cuando los estaba adelantando.
Ese pensamiento, al menos, le
hizo sonreír. Pero no le dio tiempo a parar el vehículo, porque sonó la alarma
del temporizador. Condujo entonces de vuelta el coche hacia la terraza de la
cafetería. Le pareció distinguir a lo lejos a su madre aplicándose bálsamo en
los labios frente a un espejito que sostenía en una mano, y a su padre mirando
en dirección a él, dando golpes impaciente con el índice en la esfera de su
reloj.