martes, 21 de noviembre de 2017

Tránsito

TRÁNSITO

8:45. Tras varios días fuera de órbita, condenado al silencio y a una oscuridad glacial, percibió Emilio una luz, deliciosa y pálida, que comenzó a entibiarle el alma. Por fin se encendía el horizonte. Aquella calidez fue acariciándole, confortándole y haciéndole flotar, y antes de abandonarse al dulce sopor, olió la fragancia de las rosas que regaba Marga, su mujer, el domingo que salió a montar en bici. Sintió que sus ojos se humedecían, notó un último latido en su pecho y se dejó llevar, plácidamente, por aquella luz blanca.
16:12. Un sanitario desenchufa la máquina, le saca de la boca el tubo que le conecta al respirador y le tapa cuidadosamente la cabeza con la sábana. No lo dice, pero le sigue intimidando mirar a la muerte a la cara.
16:37. A pie de pista, un equipo monitorizado aguarda impaciente en una ambulancia. El helicóptero toma tierra y un hombre desciende apresurado sujetando una nevera portátil. El operativo se pone en marcha. Pese al tráfico y la lluvia, en pocos minutos el corazón de Emilio cambiará de cuerpo y volverá a latir de nuevo.
Y una chispa de luz diminuta parpadeará por vez primera en el firmamento.


Delirium

DELIRIUM

No necesitó alejarse unos pasos de la pared para darse cuenta de que algo le faltaba al cuadro. Del entusiasmo que había sentido al encrespar el océano y llenar de espuma su superficie, pasó a la decepción al comprobar que no quedaba pintura negra y gris para oscurecer, cual galerna repentina, el cielo azul. Y ahora, ¿con qué nubes provocaría un vendaval que desplazase al velero sobre las olas?
Tomando aire se acercó, sopló el lienzo y observó con agrado cómo el mástil se combaba entre sus telas inflamadas y el barco iniciaba su periplo, surcando un mar embravecido. Avanzaba dejando atrás el temporal cuando divisó unos cocoteros en un islote de arenas blancas.
«Esto —pensó— no me lo esperaba. Voy a dibujar un náufrago barbudo; no, mejor sin greñas —se animó— como si acabase de llegar, ¡que se busque la vida!». Entonces sonó el ding-dong de la entrada.

Contrariado, escondió los pinceles en un cajón y empujó con un pie los tarros de témpera detrás de las cortinas. Pulverizó con ambientador para mitigar el olor a tinte, restregó unas gotitas de espuma que habían salpicado sus gafas y, circunspecto, abrió la puerta, señalando al nuevo paciente el diván.

Gregor

GREGOR

Aprovechando que es domingo y la familia suele ir a comer fuera, se incorpora Gregor sobre sus patitas traseras, abre la puerta de su habitación y sale tropezando al pasillo. Se le ha olvidado hasta andar, de tanto que lleva metido entre estas cuatro paredes. ¡Con lo viajero que él era! Está harto del encierro, de la frialdad de su hermana, del rechazo de sus padres, de las hojas de col, de la leche agria… Qué a gusto se comería un bistec, demonios.
Nada más entrar en la cocina la ve. Corría por el suelo, intentando escabullirse debajo del frigorífico, pero él consigue atraparla. La parte en dos y chupa el líquido blancuzco. Echa la cabeza hacia atrás, sorbe hasta la última gota del bichejo, lo rebaña bien rebañado y devora el resto de cucaracha. Que no quede nada, se relame viendo al resto huir despavoridas.
Por estirarse un poco se da una vuelta por el piso. Mal hecho. El espejo del recibidor le devuelve una imagen que le provoca una arcada. ¿Pero desde cuándo es caníbal? Abatido, regresa a su cuarto y abrazado a su maletín de muestras cierra los ojos prometiéndose no volver a abrirlos nunca más.


Intertextual

INTERTEXTUAL

—¡Qué deliciosa era la vida antes de que las campanadas de media noche convirtieran los cuatro corceles blancos en ratas, el carruaje de nácar en una enorme calabaza y mi vestido de fiesta en harapos! —suspiraba la muchacha mientras limpiaba con desgana las ventanas del balcón—. ¡Qué maravilla bailar con mis zapatitos de cristal en aquellos suelos de mármol! —se mortificaba, dejando vagar su mirada más allá de las últimas cumbres que rayaban el horizonte—. ¡Cuánta belleza por descubrir fuera de estas cuatro paredes! —cavilaba, soñadora. Tanto le aburría hacer de sirvienta para su madrastra y sus dos hijas, tan feas y estiradas, que aprovechó un momento en que no había nadie cerca para escapar de su página y asomarse al siguiente cuento. Allí vio a una princesa agonizando en la soledad de su alcoba tras pincharse con el huso de una rueca. Mareada al ver tanta sangre, se dio la vuelta y regresó meditabunda a sus quehaceres.

—Mejor me quedo aquí con estas —pensó mientras se reponía en la cocina con un trozo de tarta—, que tampoco se vive tan mal.

Penumbra

PENUMBRA

Si no recuerdo mal las veces que oí el canto del gallo, llevábamos ya cuatro días a oscuras y sin movernos de casa. Los que habían pasado desde que volvió papá de la tasca tan borracho como siempre y gritó a mamá más fuerte que nunca. Esa misma noche ella desenroscó todas las bombillas de casa y las guardó bajo llave en un baúl.
Durante todo ese tiempo las tinieblas y el silencio se adueñaron de nuestra cabaña. No nos atrevíamos a desobedecer a mamá, que sin levantarse de la mecedora que había puesto frente a la entrada, nos había prohibido, con voz suave pero rotunda, abrir la puerta y las ventanas.

Al quinto día cayó rendida por el sueño, y mientras roncaba con el rifle en su regazo encendimos un candil. Cuando nuestros ojos se hicieron al fulgor de la vela observamos cómo una de las sombras que se contoneaban en la pared tomaba asiento en la mesa del comedor y le daba un puñetazo. Antes de soplar la llama, oímos un eructo familiar y vimos claramente que le faltaba un trozo de cráneo.  
 

Vacío

VACÍO

Solo le quedaba un cigarrillo en aquel paquete arrugado. Lo sacó y estiró, esparciendo hebras de tabaco en su pantalón negro. Con el mechero del coche lo encendió, aspiró una bocanada de humo y tosiendo, medio asfixiado, maldijo el puto veneno. Abatido, la maldijo a ella también.
Lo apagó y siguió revolviendo la guantera, dejando caer en la alfombrilla un ambientador de canela, las gafas graduadas de ella, el navegador, los caramelos mentolados de ella, unas flores secas y el pañuelo con el que ya nunca volvería a cubrirse, ella, su cabeza pelada. Desconsolado, imaginó encontrarse una pistola con una bala en el cargador.


Se acabó la función

SE ACABÓ LA FUNCIÓN                       

Para implorarle que vuelva a casa intenta evitar el tic del ojo y no levanta la voz, lo ha practicado montones de veces frente al espejo. No titubea para asegurarle que sí, que sigue yendo a la consulta de la doctora Fabiana mientras cruza los dedos detrás de la espalda. También ha ensayado, y mucho, lo de aceptar con una enorme sonrisa el capuchino de máquina que le trae Amanda, la secretaria pelirroja.
Hasta ahí bien. Pero por la noche no consigue nunca que atraviese el umbral de la puerta sin empezar a gritar y tirarse de los pelos cuando le ve entrar sin limpiarse los zapatos en el felpudo.

                                                                               

Piso de estudiantes

PISO DE ESTUDIANTES

La casa ha comenzado a llenarse de hormigas voladoras, tan grandes que cuando planean alrededor de tu cabeza te despeinan. Pero no es por eso por lo que estoy pensando en cambiarme de piso, ni por los tábanos malayos, también enormes, que como te descuides te hincan los colmillos hasta la yugular. Mira, mira qué mordiscos. Lo que me fastidia realmente es no poder traer a mi novia, que odia los bichos.
Compartir piso con un alumno de Artes Culinarias no resulta nada fácil, y no exagero. Esta mañana no veas qué arcadas me dieron cuando me preguntó por qué estaba vacío el táper de esperma de pulpo.


Pecado

PECADO


Como si de una plaga venenosa se tratara, es verlos pasear en cueros por la orilla, con sus ingles depiladas y sus culos tan morenos, y a doña Elvira se le eriza el vello de los brazos, le entran como picores, hasta el pulso se le acelera. «¡Cuánto depravado, Dios mío!», bufa tras enjugarse el sudor del bigotillo con un pañuelo. Pero no se despega de sus prismáticos, no, agazapada tras las cortinas de su saloncito con vistas al mar.


Nana

NANA


Sin beso de buenas noches ni nanas hasta dejarle dormido en su cuna. Sin dibujos infantiles en la pared ni lámpara proyectando estrellitas en el techo, para que no se quede a oscuras. Sin barcos, buzos y sirenas en la bañera de plástico ni masajes con bálsamos. Sin su primer diente, sin su primer paso. Todos los achuchones sin dar se fueron también con el legrado.
Tras abandonar la clínica, te colgaste al hombro la mochila y pensativa te encaminaste a casa. Al entrar, sin mirarla a la cara, dijiste un hola muy bajito a tu madre y te metiste furiosa a la cama.


La voz

LA VOZ

Tenía la sonrisa más triste que he visto en mi vida. Llevaba más de dos horas restregándose con el pañuelo la nariz, enjugándose los ojos, suspirando, «ayayay, mi niña», y emitiendo sonidos ahogados, burbujeantes, desde la garganta.
Por primera vez en cuatro semanas, me veía contemplando su imagen frente al espejo de la habitación rosa. Por primera vez en tanto tiempo, Amanda toleraba su reflejo.
Pero no fue motivo de alegría. Sus lagrimones se deslizaban lentamente hacia el interior de unos labios palidísimos, siguiendo el cauce entre sus mejillas y la nariz, hasta colarse en la boca, impregnándole el paladar de un sabor a sal amarga. La conocía demasiado bien, y aunque no las he probado, imagino a qué saben las lágrimas. Pero lo que realmente me alarmó fue que mantuviera aquella sonrisa. Hacía cuatro semanas que no la veía sonreír. Desde que nació muerto el bebé.
Me asusté.
Amanda, cielo, es genial que te mires por fin en el espejo le susurré con mi voz más cálida. No es que estuviera muy convencida de lo que estaba diciendo, pero sabía que tenía que decirle lo que ella necesitaba escuchar—. Lo mejor es que te olvides de todo, poco a poco —. La vi que andaba hurgando en el armarito del botiquín, abriendo y cerrando frascos, dejando caer con desgana al suelo los botes vacíos— te recojas la melena en una coleta, te laves la cara con agua fría, y vayas a pasear al perro por la urbanización, que no hay más que ver las ganas que tiene de salir a corretear —. El husky movía la cola, animoso.
Pero Amanda no me escuchaba. Había entrado en la habitación rosa. Justo donde no debía ir.
Yo solo quería distraerla, sacarla de su hermetismo. Hasta ahora, estaba tan ausente que ni yo ni nadie —su marido, sus hermanos, sus amigos— habíamos conseguido apartarla de la cuna… de la nena.
—Amanda, tengo que ir al taller —se había despedido aquella mañana George, su marido, mientras bebían de pie un café en la cocina—. No puedo faltar más. ¿Estarás bien? Cualquier cosa, me llamas, ¿de acuerdo? —y la había llenado de besos antes de salir algo taciturno hacia su lugar de trabajo.
Amanda le dijo a todo que sí. Pero era que no. Con sus labios secos y agrietados lo besó por encima, como quien no besa. Él, confundido por un cariño que últimamente no recibía, se relajó. Interpretó como una señal de mejoría que se pasase el cepillo por los rizos, después de tanto tiempo sin hacerlo.

Mientras George metía cuesta abajo la primera marcha en la rampa del garaje, pensando en todo lo que tenía que hacer, Amanda se despedía agitando la mano. Luego, accionó la palanca que bajaba la puerta metálica y rebuscó en la caja de herramientas. Encontró un cutter oxidado y se rajó la muñeca izquierda, hundiendo la cuchilla en ella, sin prisa. Mientras perdía el conocimiento, creyó ver a su niña diluida en una corriente de aire que se le acercaba.

La vie en rose

LA VIE EN ROSE


Iluminada por el haz brumoso de las farolas, la ciudad del amor se dispone para la seducción una noche más. Junto al Sena, una banda de trompetistas negros toca música de jazz mientras los camareros de las terrazas descorchan botellas de champán. En la barandilla de Pont Neuf una pareja sella con un candado su repentino amor eterno. Debajo, ovillado sobre unos cartones, Etienne saca una mano del bolsillo del gabán y da una chupada a la colilla que acaba de caerle. El filtro tiene manchas de carmín, y mirando pensativo las aguas púrpuras del río da otra larga calada.

La rabieta

LA RABIETA


—¡Jo, papá! —sollozaba Miko abrazado a la pierna de su padre—. ¡Con lo chulo que me había quedado!
El padre restregaba con hierbajos la pared mientras el niño suplicaba, impotente, viendo cómo resbalaban los chorretones marrón y ocre y rojo de su obra.
—No será porque no te lo ha repetido mil veces tu madre —decía el hombre arrastrándole por el suelo de piedra conforme se desplazaba de derecha a izquierda—: que no quiere ver un león ni en pintura.
—Cuando sea mayor y tenga mi propia gruta —hipaba desconsolado— haré todo lo que yo quiera.
—Venga, no llores. ¿Por qué no dibujas ciervos, o caballos?
—¿Y bisontes, papá? —preguntó más animado.
El hombre, con disimulo, se aseguró de que su esposa no miraba y cogiendo de la mano al pequeño lo condujo al fondo de la cueva.
—Pinta aquí. Pero que no se entere tu madre, ¿eh?


La madre

LA MADRE

«Otra vez septiembre; voy a forrar los libros de Pablo», se dice Julia, animada. Con unas tijeras de punta redonda recorta un trozo del rollo transparente, envuelve con él un manual de la estantería y dispone tiras de celo para pegarlo a las tapas. Mordiéndose la lengua, escribe con mayúsculas el nombre y apellido del muchacho en la solapa. Después, cierra los ojos y aspira el olor a papel metiendo la nariz entre las páginas.

Pablo se acerca tragando saliva, coloca el vademécum de Anatomía en su balda y la besa tiernamente en la cara. «Quita», protesta divertida, «me pincha tu barba».

Folios en blanco

FOLIOS EN BLANCO

El nombre en clave de la operación era Zeus. Copió la idea a los americanos, con sus huracanes Irma y Wendy y Harvey. Pero los dioses y los reyes le parecieron más pomposos, y tras comenzar con la «a» de Atila había llegado finalmente al rey del Olimpo.
Con letra mayúscula escribió la zeta; después la e, la u y la ese. Esto le ocupó toda la mañana, entre los imperativos «alza los pies que estoy pasando el aspirador», y «vete a la calle y no vuelvas hasta las dos» de su mujer.

Metió el folio en una carpeta, dijo hasta luego y se fue a clase. Se había inscrito en un curso de relato para mayores de sesenta. ¡Cuántas veces había imaginado a su comisario metido en embrollos! «La importancia de un buen título», había insistido la señorita el primer día, y ya tenía 27 capítulos por empezar.

Escarceos

ESCARCEOS


El crujir de las hojas les recuerda lo solos que están. Él trata de calmarla, acariciándole el cuello y acercando sus labios a su boca, pero Laura se le sacude de encima, cabreada. Sigue pensando que tenían que haberse quedado en el burger, tomando un refresco, en vez de venir a esta casa abandonada en mitad de un bosque lleno de aullidos espeluznantes y pisadas. Laura hinca las uñas al muchacho en el brazo y se tapa con la otra mano los ojos cuando escucha acercarse el ruido de una motosierra y la sangre empieza a salpicar la pantalla.


El tío Ambrosio

EL TÍO AMBROSIO

No hubo forma humana de hacer entrar en razón al del seguro.
Todos los fardos de alfalfa desperdigados por el pajar. Tanto levantarme al alba y tanto embalar ¡para nada!
—¿El huracán Irma? repetía enarcando una ceja, como el Sobera, el de la tele.
—Sí. Fíjese qué estropicio.
Y el tipo se reía tanto que hasta se le saltaban las lágrimas.
Adiós, cuídese —dijo dándome un golpecito en el hombro. Y se fue.

No sé, me deja pensando. Estos arañazos en la cara, el carmín alrededor de mi bragueta, el olor a pescado que me acompaña desde que amanecí sobre una paca esta mañana y las agujetas que tengo… empiezo también yo a sospechar que lo de anoche no fue solo un sueño.

El pedido

EL PEDIDO


—Lo que usted diga, doctor Frankenstein. Sí, he tomado nota de todo: un serrucho, pegamento, un cúter, una caja de tornillos… Mañana lo tiene. Ah ¿que lo necesitaba para hoy? Rediós, qué prisas. No, nada nada, que sí, que esta misma tarde se lo acerca mi mujer. ¿Cómo que lo quiere para ya? Imposible, el mozo ha salido con los recados y estoy solo en la tienda. Pues hombre, si tan mal huele en su casa abra las ventanas, ¿no? De acueeerdo… después de comer yo mismo se lo llevo. Sí, hombre, sí, no me olvido de apuntar también dos garrafas de ambientador.

El luto

EL LUTO


«8 de diciembre de 1980». Más de treinta años desde que se despeñara su amado y un movimiento del glaciar le devolvía ahora su cuerpo intacto. Antes de que lo metieran en una caja, Helga se arrodilló a su lado para besar suavemente sus labios violáceos, acariciar los carámbanos de sus pestañas, sollozar sobre su pecho helado. «Tanto tiempo esperándote, amor mío», susurraba la mujer mientras leía con extrañeza la fecha del medallón que le colgaba del cuello. Al girar intrigada aquel objeto desconocido, livideció al leer «Erik y Lisbet» en letras doradas de filigrana.

Ceguera

CEGUERA


—Desde ese día nadie vende barquillos en el parque —suspiraba el vejete mientras echaba pan a los patos—. No hay mamás tirando de sillitas ni turistas pululando con sus planos arrugados. Tampoco malabares o saltimbanquis. Nada. Añoro hasta las cáscaras de pipas donde los bancos.
Pero a las que no echo nada de menos —reniega golpeando una y otra vez el aire con su bastón blanco— son a las puñeteras palomas. Coño, que caguen en otro lado.


Armas de mujer

ARMAS DE MUJER


—¡Pe-pero Menchu! —balbucea Marcia—. Qué rejuvenecida te veo. —La mira de arriba abajo—. Pareces tu nieta —añade con bastante mala baba.
Menchu se gira como una peonza, meneando el culo sin mucha gracia.
—¿Y estos leggings? —Marcia hurga en su cintura buscando la etiqueta: talla 36—. Ya sé, no me digas más. Vienes de L´Estetic Clinique: Criolipolisis, Ultralift, Radiesse…
Menchu suelta un jijiji, mostrando una dentadura blanquísima tras sus morros de pato.
—No entiendo, cielo. ¿Radiesse? ¿Ultralift? ¿Tienes un diccionario?
—Muy graciosa. A ver ¿y tus patas de gallo?
—He descubierto el elixir de la juventud. Pero no lo largues por ahí, que es un secreto.
—Habla.
—Machacas en un mortero alcachofa, apio…

—¡Yo sí que te voy a machacar…!

Ardid

ARDID


Sigo observando mi trocito de cielo azul y el sol amarillo que desde una esquina guiña un ojo, sonriente. Tal como me dijo papá: que sonriera el sol. La doctora dice que eso le gusta, que pinte paisajes. Con los lápices marrón y verde dibujo unas montañas que cruzan la cuartilla y dejo los picos sin colorear, como si estuvieran nevadas las cumbres. A la doctora no le extraña que el sol no derrita la nieve, ni que siga con el anorak puesto pese al calor que hace en este ambulatorio, ni que escriba «papá» encima del monigote que sujeta un bastón.

Apodos

APODOS

La última vez que vi discutir a Maruja con sus hermanos fue en el despacho de la funeraria. Después de aquello no se volvieron a hablar.
Don Román Hoz Galvano, el Boñigas dijo mi cuñado el Bizco—, viudo de la Cuervo…
Perdón preguntó el de la funeraria dejando de darle al teclado. ¿Puede repetirme el nombre del finado?
Mi otro cuñado, el Lombrices, repitió.
El Boñigas. Así le conocían en el pueblo. Si no, no se van a enterar de que se murió cuando vean la esquela.
Mi mujer les dirigió una mirada desdeñosa. Yo permanecí en una esquina, callado.
Y yo Maruja la Puñales, ¿no? Vaya un par de garrulos estalló, dando un puñetazo a la mesa. Mis cuñados bajaron la cabeza, amedrentados. ¿Vosotros dos sois mongolos o qué?resopló, enervada.
Es lo que él habría querido: el Boñigas. Así se hacía llamar —musitaron.
Escriba usted el nombre de mi padre. Sin motes ordenó enjugándose la frente con un pañuelo de seda—. Y vosotros iros a la mierda, que me tenéis hasta el higo.
Los dos hermanos salieron y se hizo lo que ella mandó. Del pueblo del Boñigas no vino nadie al entierro, ni siquiera el capellán. Sospecho que nadie se enteró.    



lunes, 21 de agosto de 2017

El grupo

EL GRUPO


Había escrito cien veces «te quiero» en la arena mojada. Fue en aquel campamento de verano, junto a la playa. Intentaba siempre tumbarme cerca de Sonia y sus amigas; entonces, cuando sabía que me miraba, dibujaba corazones con un palito, cogía para ella las conchas más bonitas que encontraba en la orilla o cargaba con su mochila rosa cuando regresábamos para la cena.
La noche de la despedida estuvimos cantando con los monitores y los niños más pequeños alrededor de la hoguera, hasta que las chicas me invitaron a acompañarlas a las dunas. Allí, me cortaron las trenzas y me llenaron la boca de algas, mientras a grito pelado chillaban «¡¡marimacho, marimacho!!».


Con el flequillo tapándole la cara y las manos frotando sus lágrimas, Sonia era la que más fuerte gritaba.


domingo, 6 de agosto de 2017

Personajes secundarios

PERSONAJES SECUNDARIOS

Una merluza de poca talla y una sardina conversaban, algo desganadas, dentro del estómago de un bonito en la bodega de un barco.
—Tampoco se está tan mal aquí —decía por decir la merluza, no muy convencida—. Yo de mayor podría haber acabado, por ejemplo, con un anzuelo atravesado en el labio, en el paladar o, lo que es peor, en un ojo. Quita, quita, qué mal.
—No es eso lo que me roba el sueño, chica. —La sardina daba vueltas y más vueltas para un lado, para otro, en derredor, muy preocupada—. Qué más da ser tuerta a estas alturas. Yo solo te digo que hace unas horas nadábamos tan felices en el mar y ahora el pesquero este nos lleva a la costa vasca. Y ya sabes cómo es esa gente, que en cuanto agarra un cuchillo, ajo, harina y sal, terminas asada en una plancha o convertida en albóndiga en salsa, croqueta o pintxo marinado en una barra.


Tras un breve silencio se miraron algo más relajadas, pues a ninguna de las dos le pareció tan mal.

sábado, 1 de julio de 2017

Romance Express


ROMANCE EXPRESS


—¡Anda! ¿Y esta foto colgada en el baño?

—Un recuerdo del día que nos conocimos...

—¡Pero si fue anoche!

—… y la única decente que pueden ver mis padres; en las otras sales a cuatro patas o con el albornoz abierto o…

—¿Tus padres?

—Sí. Hoy vienen a comer. Pero tranquilo, son gente moderna.

—Bueno. Me llamo Luis, ¿y tú?

—Víctor. ¿Quieres casarte conmigo? Estamos genial juntos, ¿para qué esperar?

—Oh, qué orgullo, nadie me lo había pedido nunca. ¡Sí, quiero!


—Bien. Ah, antes de salir, no olvides quitar los pelos del lavabo, bajar la tapa, tirar de la cisterna, cerrar la pasta de…



miércoles, 28 de junio de 2017

Zozobra

ZOZOBRA


Antes de imaginarse en vela las interminables noches de sábado esperando el regreso de Dani, «jo, papaaá, ¡todos mis amigos tienen moto menos yooo!», pegado a la ventana, mordiéndose las uñas, escuchando el camión de la basura, viendo aparecer detrás de los edificios de la ciudad las primeras luces del alba, constatando por enésima vez que la cama del chico sigue sin deshacer; antes del pánico a que suene el timbre del portal y suba el ascensor y salga un hombre uniformado y le pregunte si es el padre de Daniel Gómez… Antes de que sea demasiado tarde, se dirige a la habitación donde duerme el bebé, «qué orgullo, ¿eh, Pepe? Es clavadito a ti, a ver si no sale tan calavera», coge el osito de peluche y lo aprieta con todas sus fuerzas. Incapaz de controlar el llanto, despierta sin querer al niño que lo mira gozoso desde la cuna sin dejar de patalear.


jueves, 15 de junio de 2017

El vestido

EL VESTIDO

En el salón, apoyada en el respaldo de una silla, bien tiesa y envarada, está la abuela dale que dale a la máquina de coser. Tiene maña la señora, pero es lenta; con tal de ahorrarse las cuatro perras que cobraban en la tienda (se nota que ha pasado una posguerra) se ha ofrecido, voluntariosa que es una, a subir el dobladillo y entallar el vestido de comunión de Ángela, que qué chiquilla más desgalichada. Normal, todo el día brincando como una cabra de acá para allá. Si fuera su hija, no se cansa de repetirlo cada vez que pone los pies en esta casa, le tiraba a la basura todos esos pantalones de mamarracho, que ya va teniendo edad de vestir como una mujercita y, por supuesto, le dejaba una melena como Dios manda.
Con la aguja es un poco más rápida, y a golpe de dedal, tris tras, termina de coser la flor de gasa y organdí en la lazada. Así que hala, que venga la niña a probarse, ordena a Inés, su hija, mientras contempla complacida su obra.
Inés, que está planchando una montaña de ropa y viendo en la tele cómo un cocodrilo, medio escondido en el río, atrapa con sus fauces a un ñu, interrumpe su tarea y sale a por Ángela. La llama desde el pasillo y como no contesta entra a su habitación. Nada, vacía. Al intentar abrir la puerta del baño se la encuentra trancada por dentro.
—Ángela, sal, que ya ha terminado la abuela —dice, armándose de paciencia. Sabe bien que van a tener otra bronca por el dichoso vestido.
—¡Mamá, te he dicho que no y no! —responde una voz llorosa—. No voy a hacer la comunión con ese vestido, ya te lo he dicho.
—Haz el favor de salir, no me hagas enfadar —insiste, intentando suavizar la voz—. Ya hemos hablado de esto, hija, no lo pongas más difícil.
—¡Te lo pido por favor, mamá! —suplica la niña, sollozando. Se le encoge a uno el alma al verla tan sentida, tan triste.
Desde el salón, se oye a la abuela impacientarse. ¿Igual se piensan que no tiene más que hacer en toda la tarde?
—¡¡Jodeeer, Ángela!! —chilla Inés, aporreando la puerta. En este instante acaba de perder los nervios. Tiene unas ganas tremendas de terminar con esto y ponerse a empanar filetes y hacer croquetas de jamón, le relaja muchísimo cocinar.
La puerta del baño se abre y madre e hija, sin dirigirse la palabra, avanzan la una detrás de la otra hacia el salón. La abuela, rutando como siempre, obliga a Ángela a subirse a una silla, le mete el vestido por el cuello, le embute las mangas. No es demasiado cuidadosa, la verdad, porque algunos alfileres le pinchan a la niña en brazos y piernas y hasta en la cara. Con la cinta métrica en mano, la mujer sube una pizca de tela por aquí, baja otro poco por allá, pero que vamos, básicamente retoques mínimos. Una que es perfeccionista y lo ha sido siempre, qué se le va a hacer.
Ha terminado la tortura. La abuela cuelga en una percha el vestido, se la ve satisfecha. Mañana en un periquete lo deja terminado, ahora no le apetece; ahora está imaginándose con la blusa rosa y la falda floreada que estrenará el domingo en la comunión de la nieta. Y en cuando la vean las amigas y sus caras de admiración, ya las está oyendo, te favorece muchísimo, Concha. Y con ese pensamiento tan grato se cuelga el bolso al hombro y casi sin despedirse se marcha a su casa. Inés recoge la caja de hilos, pliega la mesa de la plancha, la apoya en el balcón y se va para la cocina.
Y Ángela, en braga, se queda sola en el salón. Antes no se ha dicho, pero no ha dejado, lo más quedamente que ha podido, de sorberse los mocos y tragarse las lágrimas con la mirada perdida en el cielo y los tejados de la ciudad que se ven desde la ventana.
Se dirige ahora al pasillo. Desde ahí ve a su madre en delantal, enharinada, picando muy fino el jamón york. Al fondo la puerta de su cuarto y en el cartel que preside la misma, la última letra de su nombre tachada con rotulador: Ángel. Se da la vuelta y atraviesa la sala en dirección al balcón. Aspira muy lentamente la brisa de la tarde y se encarama a la barandilla

Empieza a oscurecer. El viento juguetea con los visillos de lino en el salón vacío y empuja, o mejor dicho sopla, las nubes que avanzan demasiado algodonosas en el cielo crepuscular.

domingo, 30 de abril de 2017

Lección magistral

LECCIÓN MAGISTRAL

Los pelos del bigote negros y relucientes; el rabo tieso, apelmazado y bien peinado hacia atrás; y los colmillos, blanquísimos. Qué gustazo, se decía Matthew, el aprendiz de taxidermista. Y es que no había nadie en el mundo que fuera más feliz que él mientras pasaba el cepillo por la pelambrera, aplicaba esmalte a los dientes o coloreaba de marrón el hocico al gato.
Pero cuando de pronto una garra le arrancó de la mano el pincel y le seccionó la oreja, dejándole tres surcos rojos y goteantes que le llegaban hasta la nariz, se quedó como atontado mirando al minino maullar, saltar sobre la mesa y derramar en el suelo los frascos de acetona y tinte.
Al oír el jaleo, el profesor no tuvo más remedio que dejar de cabecear en el sofá e intervenir. Abrió su cartera de piel, sacó de un estuche un escalpelo, lo clavó en el pecho del animal y mientras le extraía el corazón le repetía al cariacontecido discípulo que lo primero y más importante antes de empezar a disecarlos era matarlos bien muertos.


La novedad

LA NOVEDAD

—¡Nunca había visto nada igual! —aullaba la muchacha señalando fuera de la gruta.
Tranquilízate, Mika gruñó la madre alargándole un cuenco con un mejunje verde.
—¿No hay nada para picar? 
—¡Deja eso, que es el aperitivo de tu padre! —exclamó arrebatándole una escudilla llena de lombrices—. Toma añadió ofreciéndole un trozo de carne sanguinolenta hígado. ¿Qué ha pasado?
—Pues que estaba haciéndome un collar de flores…
—En eso no has salido a mí —le cortó disgustada—. Siempre dispersándote con tonterías. ¿Cuándo sentarás la cabeza?
—¿Continúo —bostezó Mika— o me echo una siestecilla?
—¡No! Sigue…
—Fue un espectáculo. Comenzó a llover y cayó un dios del cielo, como decís papá y tú. Pero era un rayo; no, no pongas los ojos en blanco, mamá: era un rayo normal y corriente. Entonces partió el tejo donde estaba apoyada, menudo susto. Y ahí que aparece el Gori.
¿Y qué hizo el mamarracho de tu marido?
Agarró una rama encendida y corrió donde los otros cazadores. Fíjate si será memo que se le cayó encima del mamut descuartizado, y se pusieron todos a comer ¡carne quemada!
—Por favor, ¡qué asco!
—Sí…

Mika se quedó pensativa, salivando, contemplando el humo a lo lejos.

Desde el más allá

DESDE EL MÁS ALLÁ

En vida el señor Cosme fue un apocado, un don nadie. Pero al morir, la cosa cambió a mejor. Ocurrió un martes, cuando salía del cafetín donde echaba las tardes; allí, se pedía siempre una tila y se quedaba mirando a Maritere, la dueña, de quien estaba secretamente enamorado. Aquel día al cruzar la calle una furgoneta le pasó por encima.
Quiero ser enterrado en mi pueblo, junto a la tumba mis padres dijo, y expiró.
La bolsa con sus cenizas se la llevó Maritere, que fue la única que asistió a las exequias. Por guardarlas en algún sitio, las volcó en un florero que puso de adorno en la mesa del patio de atrás, donde se manoseaban los amantes.
Por primavera, el agua de lluvia traía alguna semilla que fertilizaba las cenizas y salía una flor. Entonces las parejitas la deshojaban, esperanzadas:

Me quiere, no me quiere

Supervivencia

SUPERVIVENCIA

El agua espantaba a las avispas escondidas bajo las hojas de las acacias, urgía hacia sus túneles a las hormigas portadoras de saltamontes despiezados, arruinaba las provisiones tan cuidadosamente embaladas por las arañas.
La colonia surgida en la estación seca junto al cauce agrietado del río Mara luchaba por su existencia, igual que la manada de elefantes que, atraída por la crecida de sus aguas, aplastaba con cada pisotón el pequeño ecosistema.


La pesadilla de Macbeth

LA PESADILLA DE MACBETH
 

Como cada madrugada sobre las dos, el ruido de unas cadenas arrastrándose por el suelo despierta al rey Macbeth. Al abrir los ojos nota cómo se le congela la sangre al ver al fantasma de Duncan, el monarca asesinado, atravesando el muro de sus aposentos.
—Qué hay, Macbeth —resopla la sábana blanca mientras toma asiento en la cama—. No podía dormir. ¿Va todo bien? Esas ojeras, chico, mmm, te hacen parecer viejo. 
—¡Otra vez no, ten compasión! —implora subiéndose la manta hasta la nariz—. Tienes que asumir de una vez que estás muerto. Esto no es vida, ni para ti ni para mí.
—No me apetece todavía —responde el fantasma, echándole su aliento gélido en la cara—. Me estoy divirtiendo mucho fastidiándote. 
—Así no se puede reinar —protesta débilmente el rey Macbeth—. Mañana temprano tengo una partida de caza y llevo toda la semana en vela por tu culpa… 
—Ah, ¡se siente! No haberme matado —zanja el fantasma, cruzándose de brazos—. Vas a pagar caro haberme arrebatado el trono. —Y susurrándole al oído «so memo, los fantasmas no existen; solo soy tus remordimientos» desaparece entre las sombras.

 Afuera se oye el canto del gallo.

La soledad de las cosas

LA SOLEDAD DE LAS COSAS


Siempre le había fascinado la pequeña tienda del final de la calle por la que pasaba cada martes, un poco antes de las diez, para acudir a su cita con el psiquiatra.
Aquella mañana de finales de abril amaneció soleada, aunque el parte meteorológico pronosticaba una jornada lluviosa. «La borrasca atravesará toda la cornisa cantábrica», repetía a cada momento el reloj-despertador, que iba de una emisora a otra mientras Ramón se desperezaba entre las sábanas. 
Cuando subió la persiana de su dormitorio, no vio ninguna nube que amenazara tormenta. «Nunca aciertan», pensó mientras sacaba del armario un pantalón beige, una camisa blanca de algodón y unos mocasines. Entró en el despacho para coger la americana del respaldo de la silla y miró luctuoso a la Remington, su vieja máquina de escribir, que acumulaba polvo sobre la mesa. Desde que un año atrás a su esposa le diagnosticaran un linfoma, no había vuelto a escribir en ella.
En la entrada se tropezó con el paraguas, que le esperaba junto a la puerta. Pero no le apetecía cargar a lo tonto con él y lo metió de vuelta en el paragüero. Al hacerlo, le pareció oír un ggrrr. Cerró la puerta de casa, se metió en el ascensor y salió a la calle.
Antes de entrar en la consulta del doctor, Ramón se entretuvo unos instantes frente al escaparate de la tienda. Le apasionaba contemplar el batiburrillo de objetos que allí se amontonaban: una muñeca de porcelana con su camisita y su canesú a juego, libros viejos con las hojas y tapas amarillentas, un clavicordio, un gramófono, un juego de té, más libros… Y dos maniquíes: uno de mujer vestido con una falda y una blusa de lino floreadas, aunque algo descoloridas; y otro de hombre, con unos vaqueros desgastados y unas zapatillas de deporte.
A Ramón le encantaban las tiendas de segunda mano. Los objetos que habían pertenecido a otras personas cobraban para él un encanto especial. En su casa, tenía varios cachivaches adquiridos en mercadillos y tiendas de antigüedades. Echó una mirada a su reloj de pulsera y se apresuró al consultorio, que estaba a la vuelta de la esquina. «¿A qué hora la abrirán? —se preguntó mientras pulsaba el timbre del primer piso—. Qué pena, siempre está cerrada».
—¿Qué tal le va con las nuevas pastillas, Ramón? —le preguntó el psiquiatra, señalándole el diván para que se tumbara mientras iba garabateando cosas en una libreta. A Ramón le pareció que las gafas del doctor resbalaban por su nariz hasta casi caerse y luego volvían a ajustarse en su lugar. Pero no comentó nada.
—Estupendamente, doctor.
Odiaba mentir. Pero con los años se había especializado. Desde bien joven sabía que de «esas cosas» no convenía hablar. Aún recordaba el disgusto que se había llevado su madre cuando le contó que las canastas que lanzaba sin puntería se encestaban solas, o que las ecuaciones de segundo grado se resolvían en cuanto las ignorabas («se hacen las interesantes, mamá, pero les gusta quedar sin borrones en el cuaderno»). Aquellos delirios del muchacho habían desbordado a sus padres, que tras consultar con varios médicos, decidieron ingresarlo en un hospital horrible, con paredes acolchadas y olor a lejía y alcanfor, de donde regresó unas semanas más tarde con la firme determinación de no volver a pisar nunca más un lugar así. Había aprendido la lección.
—¿Ha dejado de afeitarse con maquinillas desechables? —comenzó a preguntarle el doctor.
—Sí, desde luego. Solo utilizo la eléctrica, como me aconsejó.
—¿Y lo de dejar velas encendidas por la casa…?
—Eso se acabó, doctor. Además, ahora me molesta el olor a cera quemada.
—Y por las noches, ¿se acuerda de cerrar todas las ventanas?
—Y bajo las persianas, también. La alfombra del salón no ha vuelto a salir … —Ramón se detuvo y rectificó a tiempo—; no ha vuelto a llenarse de polvo. Mucho mejor, así tengo menos que limpiar.
Miró de reojo al médico, que en ese momento disimulaba un bostezo mientras seguía escribiendo en la libreta, y respiró aliviado al no percibir en su rostro ninguna mirada suspicaz.
Ramón respondía a todo en tono distendido. Le caía bien aquel hombre; amigos no eran, aunque se conocían desde hacía casi un año. Había comenzado la terapia para tranquilizar a Lorenzo, su hijo. Trabajaba como anestesista en una clínica y le había convencido para que visitara al doctor Simons, colega suyo de la facultad.
—Él podrá ayudarte, papá, es un buen profesional —le había insistido ante su negativa a que le tratara ningún matasanos—. Porque como sigas asustando a los vecinos con contenedores de basura que engullen los gatos desaparecidos en el barrio o semáforos que se compadecen de los cojos y tardan más en cambiar, te denunciarán y terminarás ingresado en un centro de salud mental. Y Laura y yo no queremos eso. Lo que nos gustaría es que vieses crecer a tus nietos. Por favor te lo pido, papá: tienes que seguir un tratamiento y dejar de inventarte historias. Desde que murió mamá estás muy descentrado. Nunca te había visto así.
«Tiene razón», reflexionó. Desde aquel episodio de su infancia, no había hablado con nadie de «esas cosas». Pero al fallecer su esposa había vuelto a interactuar a todas horas con los objetos que le rodeaban. Como cuando era niño.
Ramón dio su brazo a torcer y aceptó. ¿Cómo iba a perderse ver crecer a sus dos nietos? De lunes a viernes lo único que le empujaba a levantarse de la cama era llevar a Celia y Juan a la escuela por la mañana y por la tarde, cuando salían, a los columpios hasta que su nuera salía de trabajar.
Desde entonces los martes, después de dejarlos en la puerta del colegio, acudía a tumbarse en aquel diván y contarle al sujeto de la bata blanca lo que este deseaba oír.
—Parece que todo está en orden, Ramón —se levantó el médico acompañándole a la puerta—, pero no deje de tomar la medicación —añadió extendiéndole una receta—. Por cierto —recordó de pronto—. ¿Cómo va con sus cuentos? ¿Ha conseguido escribir algo?
—Eso lo tengo un poco abandonado, la verdad —se sinceró por primera vez—. Desde lo de mi mujer, no he vuelto a sentarme frente a la máquina de escribir. Aunque las ideas andan revoloteando por ahí, en mi cabeza.
—Pues le animo a que se ponga a ello. Si es la ilusión de su vida, como me comentó, debería comenzar cuanto antes. Ahora que está jubilado es el momento perfecto. Tenga, llévese este taco de folios —dijo ofreciéndole un paquete de cuartillas—. Yo ya no los necesito —señaló al ordenador—. Ahora todo se envía por e-mail.
—Sí, tiene usted razón. Muchas gracias por el consejo.
—Bueno —se despidió el doctor dándole un apretón de manos—, hasta la próxima semana. Cuídese.
Cuando salió a la calle llovía a mares. Entró a la farmacia a canjear la receta por un frasco de pastillas y se lamentó de no haber cogido el paraguas. Llegaría calado a casa. Comenzó a caminar pegado a la fachada del edificio y cuando dobló la esquina le sorprendió muy gratamente ver abierta la tienda de segunda mano. «¡Por fin, qué bien!», se dijo ilusionado.
Lo primero que le llamó la atención nada más entrar fue la música de fondo. Era un sonido antiquísimo, nunca había escuchado nada igual. Luego se fijó en los dos maniquíes, que lucían ahora sendos impermeables y unos gorritos de agua. ¡Pero si solo hacía un rato que había comenzado a llover!
Buscó con la mirada en derredor, pero no vio a nadie. De pronto, sintió un movimiento hacia el fondo del escaparate, donde estaba el clavicordio. Su mirada se posó sobre las teclas que se presionaban solas justo en el momento en que una anciana apoyada en un bastón bajaba la tapa. La música dejó de sonar.
—Buenos días, señora —saludó educadamente—. Verá, todas las semanas paso por delante de su tienda y hoy es la primera vez que me la encuentro abierta. Tiene usted unas cosas muy bonitas. ¿Le importa que me quede un rato a curiosear, mientras deja de llover? Es que he salido de casa sin paraguas.
—Por supuesto, por supuesto —respondió risueña la viejecilla. Calculó que no tendría menos de noventa años—. Solo abro por las tardes, sabe usted; pero hoy he recibido un pedido especial —dijo señalando una caja de cartón llena de sellos que reposaba encima del mostrador.
Ramón asintió. Luego se acercó con curiosidad a los maniquíes. Los examinó. No solo tenían puestos los dos impermeables, sino que llevaban debajo unos polos de cuello alto y calzaban botas de goma en lugar de las sandalias y las deportivas de hacía una hora.
—Se conserva usted de maravilla, señora  —dijo en tono amable.
—Oh, eso intento —se sonrojó esta—. A las ocho cuando cierro, y antes de subir las escaleras —señaló con el bastón unos escalones que separaban la estancia de su vivienda—, me acerco hasta el contenedor de ahí —miró hacia la acera— a tirar la basura. ¿Por qué lo dice?
—Bueno, ha cambiado usted la ropa de los maniquíes en un santiamén. Hace una hora me fijé que iban con atuendo de primavera.
La mujer miró hacia el suelo. Parecía incómoda.
—Y también la he oído tocar el clavicordio… —Ramón dudó antes de seguir—. ¿O era un disco lo que sonaba?
Ella le miró a los ojos. Dulce, fijamente.
—Es usted muy observador. ¿De veras le pareció oír el clavicordio?
Él le mantuvo la mirada y sintió que le desnudaba por dentro. En ese momento supo que no debía mentir.
—Vi —confesó, pronunciando muy despacio las palabras— que las teclas se movían solas. Eso es lo que vi.
La vieja se removió en su sitio, inquieta. Con la mano que tenía libre, se ató y desató un botón de la chaqueta, estiró con el puño la manga, la metió y volvió a sacar del bolsillo de la rebeca. Entonces, apoyando todo el peso de su cuerpo sobre el bastón, se dejó caer en una mecedora, infinitamente cansada.
—No se asuste, señora. Lleva toda la vida ocurriéndome. Mis padres pensaban que estaba chalado y ahora es mi hijo quien lo cree. Por eso voy al psiquiatra de aquí al lado. —Nunca antes se había sentido tan esponjado, tan ligero, tan feliz. ¡No era el único al que le pasaban «esas cosas»!
La vieja le miró. Tenían un brillo travieso sus ojos turquesa. Las arrugas que surcaban su rostro se habían suavizado.
—¿De verdad lleva toda la vida ocurriéndole? —le preguntó señalándole una silla para que se sentara y ofreciéndole una taza de té.
—Sí, señora.
Ella revolvió un azucarillo negro que había puesto en el suyo y continuó.
—Los maniquíes se cambian ellos solos la ropa. Son muy frioleros, sobre todo él. Ella es más presumida. A veces la verá usted en tirantes en pleno invierno.
Ramón se soltó. Como nunca antes se hubiera atrevido. Le contó que en ocasiones, cuando estaba al borde de las lágrimas recordando a su mujer, el tocadiscos se ponía a girar con un disco —que él no había dejado allí— de Astor Piazzola. Esa música le relajaba mucho; que cuando se despertaba empapado en sudor por culpa de una pesadilla —desde niño tenía pánico a la oscuridad—, la casa aparecía completamente iluminada con velas (aunque una vez tuvieron que venir los bomberos avisados por una vecina por un pequeño incendio en el tapete de la mesita de la entrada); que cerraba las ventanas por las noches porque un domingo que madrugó había pillado a la alfombra del salón llegando a las tantas con sus gafas encima; para colmo apestando a alcohol y con el sello de una discoteca en los cristales. 
Le comentó, también, que su máquina de escribir debía estar oxidada, pues hacía tiempo que no daba señales de vida.
Estuvieron intercambiándose anécdotas sobre los objetos que les rodeaban hasta que Ramón oyó que a la señora le rugían las tripas. El reloj de cuco que colgaba de la pared marcaba la una y veinte. Ramón carraspeó y se levantó de la silla. Extendió la mano a la mujer, que ayudada por él hizo otro tanto. Ella se dirigió al mostrador, rasgó con un estilete la caja de cartón y sacó una latita de bronce.
—Es un aceite especial, me lo envían de muy lejos —dijo guiñándole un ojo—. Desatasca cualquier aparato. Tenga, para su máquina de escribir. No, no me pague ahora. Antes pruébelo.
Ramón prometió volver y contarle cómo le había ido. La anciana le acompañó hasta la puerta y se despidió agitando la mano mientras se alejaba por la calle en dirección a su casa. Seguía lloviendo. Llevaba en un bolsillo de la americana el frasco de pastillas, en otro la latita de aceite y en la mano el taco de folios que le había regalado el doctor Simons. 
Caminaba muy animado, liviano; ni notaba el agua de la lluvia que le iba empapando. Cuando estuvo a unos metros de su edificio, el llavero salió del bolsillo de su pantalón, se le adelantó y le abrió el portal, y luego la puerta del piso. Ramón dejó los folios junto a la máquina de escribir y roció el carro de la Remington con unas gotitas de aceite. Lo siguiente que hizo fue tirar el frasco de pastillas en el cubo de la basura, como hacía todos los martes. 
Tras cambiarse de ropa y calentar en el microondas una sopa de fideos, Ramón se sentó en la butaca con un vaso de vodka, para celebrar aquel extraordinario encuentro, y puso un disco de Astor Piazzola. Como no estaba acostumbrado a beber, le entró un agradable sopor y enseguida se quedó dormido.
Una hora más tarde, mientras se espabilaba de la siesta para ir a buscar a los niños, vio desde la sala que sus gafas —las mismas que algunos sábados se iban de jarana— se movían en el aire, de izquierda a derecha, a escasos centímetros de la máquina de escribir. Las teclas de la vieja Remington subían y bajaban, golpeando rítmicamente el folio que había en el carro. Se acercó sin hacer ruido y miró por encima de ellas. Sus ojos se humedecieron y una sonrisa iluminó su rostro mientras leía la primera frase:
«Siempre le había fascinado la pequeña tienda del final de la calle…».