domingo, 30 de abril de 2017

Hubert

HUBERT

—¡Por favor, os lo suplico, que se vaya!  —Los chillidos de Giles se oían en todo el pabellón y traspasaban los muros del jardín—. ¡Lleváoslo de aquí, no quiero volver a verlo nunca más! —rogaba el pequeño con el rostro bañado en lágrimas.
—Es inútil que grites, ¿no ves que no te hacen caso? —musitaba Hubert, acariciándole la frente. Pese a encontrarse atado a la cama por varias correas, hacían falta dos enfermeras para sujetar firmemente al niño, que lanzaba patadas al aire con una fuerza descomunal.
La más joven sostenía una jeringuilla en la mano, pero no lograba acertar en la vena del brazo del niño.
—Si estas dos idiotas se fueran y nos dejaran a solas —gruñía Hubert, mirándolas con desprecio— podríamos tener una pequeña charla tú y yo.
—Eleanor, ya casi lo tengo —dijo la enfermera más joven— no lo sueltes.
—¡No, no me dejéis solo con él! ¡Por favooor, que no me toooque!
Cuando por fin consiguió inyectarle el sedante, el niño dejó de dar gritos, se relajaron sus brazos y piernas y en dos o tres minutos se quedó dormido. Las enfermeras anotaban en una libreta los cambios repentinos que se operaban en aquella criatura cada domingo por la tarde. Llevaba dos meses ingresado y siempre sufría las crisis a la misma hora.
—¿Te has dado cuenta? —dijo Eleanor, la más veterana.
—¿De qué?
—Los ataques… siempre le dan en domingo.
—Sí, es cierto —reconoció Marion.
—Y fue un domingo cuando cometió el crimen. Pobre Morris, ¿se llamaba así el otro niño, verdad?
—¡Mi amigo Giles no es ningún criminal, zorra! —bramó Hubert, poniéndose en jarras frente a la mujer.
—No lo des más vueltas, Eleanor. A veces el subconsciente se manifiesta así —razonó Marion muy seria, mientras le tomaba la tensión—. Está claro que padece una enfermedad psicótica grave.
Eleanor se resistía a compartir esa idea. Le conmovía aquel pequeño que tanto parecía sufrir.
—No estoy tan segura. Cuando le examinaron los psiquiatras pocas horas después del delito, el niño aseguraba que no había sido él. Acusaba a un tal Hubert. ¿De veras crees que este pequeño pudo haber clavado en los ojos de su mejor amiguito los lápices de colores?
—¡Putas! —aulló Hubert, poniéndose en pie sobre la cama—. ¡Su mejor amigo, su único amigo, soy yo!
—Salió en todos los periódicos —contestó Marion, mientras le cambiaba el pijama—. ¿Y qué me dices de la lata de pegamento que le obligó a tragarse? Cuando llegó la policía tuvieron que separarles con aguarrás. Y por cierto, la familia no conocía a ningún Hubert.
Marion le pasó un peine por los rizos alborotados.
—¡Así no le gusta, imbécil! —le chilló encolerizado Hubert, dirigiéndose a ella con los puños en alto—. ¿No ves que parece una niña? Solo faltaba que le pusieras dos coletas.
—Es de la misma edad que mi nieto Leo —suspiraba Eleanor—. El sábado cumplió seis años y montamos una barbacoa en el jardín, vino toda la familia. Y este infeliz aquí, tan solo…
—¡Bruja asquerosa, no está solo! —escupió Hubert muy cerca de su rostro, fuera de sí—. Yo nunca le dejaría solo, hicimos un pacto, ¿te enteras, gorda? —Hubert iba de acá para allá por la habitación, dando puñetazos en las paredes—. Vale, ahora solamente puedo venir los domingos, el resto del tiempo lo paso cuidando a Dennis en su cuna. ¡Pero yo soy el único amigo de Giles! —Y diciendo esto dio tal golpe a la mesilla que el vaso de agua se volcó y cayó al suelo.
Eleanor estaba echando las cortinas en ese momento.
—Vaya, qué torpe estoy —se lamentó, secando con un kleenex las baldosas. Después bajó la voz para añadir—: ¿Sabes, Marion? No te burles de mí, pero anoche pusieron en la tele un programa sobre exorcismos que me hizo pensar.
—¿Qué quieres decir? —preguntó también en voz baja.
—Pues que en los casi treinta años que llevo tratando a este tipo de pacientes, nunca había visto nada igual y… y a veces me parece que el chico está poseído.
—No hablarás en serio, ¿verdad?
—No, supongo que no.
En silencio terminaron de meter en una bolsa la ropa sucia, cambiaron la de la basura y salieron de la habitación cerrando con llave por fuera.
«Estúpidas», rugió Hubert, acercando una silla a la cama de Giles. Entonces se sentó a su lado, pensativo. Al rato se levantó. Dio varias vueltas por la habitación, con las manos en la espalda, concentrando su atención en las rayas oscuras que separaban las baldosas blancas del suelo. Se asomó a la ventana y luego volvió a sentarse, esta vez sobre el colchón. Giles dormía sobre un lado. Apartó los rizos que le cubrían la oreja  y acercó sus labios a él.
—Con que esas tenemos, ¿eh, pequeño cabrón? —le susurró al oído. La respiración del niño comenzó a agitarse—. Habíamos hecho una promesa, «nunca, por nada del mundo, hablaré de ti con nadie» y a la primera de cambio ya veo cómo te las gastas. Yo era tu mejor amigo, lo fui desde aquellos interminables días de invierno en los que tanto te aburrías. Pero ¡ay, Giles! En cuanto llegó agosto y el asqueroso de Morris vino al caserón de enfrente, te desentendiste de mí. Nunca entenderé por qué lo hiciste.
A Hubert le temblaba la voz, pero siguió hablando muy pausado—. Y cuando por fin te libro de él, vas y sigues renegando de mí. Muy bien. —Apoyó los brazos en el borde del colchón y de un bote saltó al suelo. Giles se removió nervioso bajo las sábanas. Hubert esbozó una sonrisa perversa—. Me vuelvo para tu casa, pero antes ¿quieres que te cuente un secreto? Estoy enseñando a tu hermanito Dennis a gatear, ¿y sabes qué? Creo que le estoy cayendo muy bien.
El niño se giró hacia él con la cara desencajada. Intentó gritar, pero ningún sonido salió de su garganta.