LECCIÓN
MAGISTRAL
Los pelos del bigote negros y relucientes; el rabo tieso,
apelmazado y bien peinado hacia atrás; y los colmillos, blanquísimos. Qué
gustazo, se decía Matthew, el aprendiz de taxidermista. Y es que no había nadie
en el mundo que fuera más feliz que él mientras pasaba el cepillo por la
pelambrera, aplicaba esmalte a los dientes o coloreaba de marrón el hocico al
gato.
Pero cuando de pronto una garra le arrancó de la mano el pincel
y le seccionó la oreja, dejándole tres surcos rojos y goteantes que le llegaban
hasta la nariz, se quedó como atontado mirando al minino maullar, saltar sobre
la mesa y derramar en el suelo los frascos de acetona y tinte.
Al oír el jaleo, el profesor no tuvo más remedio que dejar de
cabecear en el sofá e intervenir. Abrió su cartera de piel, sacó de un estuche
un escalpelo, lo clavó en el pecho del animal y mientras le extraía el corazón
le repetía al cariacontecido discípulo que lo primero y más importante antes de
empezar a disecarlos era matarlos bien muertos.