martes, 21 de noviembre de 2017

Tránsito

TRÁNSITO

8:45. Tras varios días fuera de órbita, condenado al silencio y a una oscuridad glacial, percibió Emilio una luz, deliciosa y pálida, que comenzó a entibiarle el alma. Por fin se encendía el horizonte. Aquella calidez fue acariciándole, confortándole y haciéndole flotar, y antes de abandonarse al dulce sopor, olió la fragancia de las rosas que regaba Marga, su mujer, el domingo que salió a montar en bici. Sintió que sus ojos se humedecían, notó un último latido en su pecho y se dejó llevar, plácidamente, por aquella luz blanca.
16:12. Un sanitario desenchufa la máquina, le saca de la boca el tubo que le conecta al respirador y le tapa cuidadosamente la cabeza con la sábana. No lo dice, pero le sigue intimidando mirar a la muerte a la cara.
16:37. A pie de pista, un equipo monitorizado aguarda impaciente en una ambulancia. El helicóptero toma tierra y un hombre desciende apresurado sujetando una nevera portátil. El operativo se pone en marcha. Pese al tráfico y la lluvia, en pocos minutos el corazón de Emilio cambiará de cuerpo y volverá a latir de nuevo.
Y una chispa de luz diminuta parpadeará por vez primera en el firmamento.


Delirium

DELIRIUM

No necesitó alejarse unos pasos de la pared para darse cuenta de que algo le faltaba al cuadro. Del entusiasmo que había sentido al encrespar el océano y llenar de espuma su superficie, pasó a la decepción al comprobar que no quedaba pintura negra y gris para oscurecer, cual galerna repentina, el cielo azul. Y ahora, ¿con qué nubes provocaría un vendaval que desplazase al velero sobre las olas?
Tomando aire se acercó, sopló el lienzo y observó con agrado cómo el mástil se combaba entre sus telas inflamadas y el barco iniciaba su periplo, surcando un mar embravecido. Avanzaba dejando atrás el temporal cuando divisó unos cocoteros en un islote de arenas blancas.
«Esto —pensó— no me lo esperaba. Voy a dibujar un náufrago barbudo; no, mejor sin greñas —se animó— como si acabase de llegar, ¡que se busque la vida!». Entonces sonó el ding-dong de la entrada.

Contrariado, escondió los pinceles en un cajón y empujó con un pie los tarros de témpera detrás de las cortinas. Pulverizó con ambientador para mitigar el olor a tinte, restregó unas gotitas de espuma que habían salpicado sus gafas y, circunspecto, abrió la puerta, señalando al nuevo paciente el diván.

Gregor

GREGOR

Aprovechando que es domingo y la familia suele ir a comer fuera, se incorpora Gregor sobre sus patitas traseras, abre la puerta de su habitación y sale tropezando al pasillo. Se le ha olvidado hasta andar, de tanto que lleva metido entre estas cuatro paredes. ¡Con lo viajero que él era! Está harto del encierro, de la frialdad de su hermana, del rechazo de sus padres, de las hojas de col, de la leche agria… Qué a gusto se comería un bistec, demonios.
Nada más entrar en la cocina la ve. Corría por el suelo, intentando escabullirse debajo del frigorífico, pero él consigue atraparla. La parte en dos y chupa el líquido blancuzco. Echa la cabeza hacia atrás, sorbe hasta la última gota del bichejo, lo rebaña bien rebañado y devora el resto de cucaracha. Que no quede nada, se relame viendo al resto huir despavoridas.
Por estirarse un poco se da una vuelta por el piso. Mal hecho. El espejo del recibidor le devuelve una imagen que le provoca una arcada. ¿Pero desde cuándo es caníbal? Abatido, regresa a su cuarto y abrazado a su maletín de muestras cierra los ojos prometiéndose no volver a abrirlos nunca más.


Intertextual

INTERTEXTUAL

—¡Qué deliciosa era la vida antes de que las campanadas de media noche convirtieran los cuatro corceles blancos en ratas, el carruaje de nácar en una enorme calabaza y mi vestido de fiesta en harapos! —suspiraba la muchacha mientras limpiaba con desgana las ventanas del balcón—. ¡Qué maravilla bailar con mis zapatitos de cristal en aquellos suelos de mármol! —se mortificaba, dejando vagar su mirada más allá de las últimas cumbres que rayaban el horizonte—. ¡Cuánta belleza por descubrir fuera de estas cuatro paredes! —cavilaba, soñadora. Tanto le aburría hacer de sirvienta para su madrastra y sus dos hijas, tan feas y estiradas, que aprovechó un momento en que no había nadie cerca para escapar de su página y asomarse al siguiente cuento. Allí vio a una princesa agonizando en la soledad de su alcoba tras pincharse con el huso de una rueca. Mareada al ver tanta sangre, se dio la vuelta y regresó meditabunda a sus quehaceres.

—Mejor me quedo aquí con estas —pensó mientras se reponía en la cocina con un trozo de tarta—, que tampoco se vive tan mal.

Penumbra

PENUMBRA

Si no recuerdo mal las veces que oí el canto del gallo, llevábamos ya cuatro días a oscuras y sin movernos de casa. Los que habían pasado desde que volvió papá de la tasca tan borracho como siempre y gritó a mamá más fuerte que nunca. Esa misma noche ella desenroscó todas las bombillas de casa y las guardó bajo llave en un baúl.
Durante todo ese tiempo las tinieblas y el silencio se adueñaron de nuestra cabaña. No nos atrevíamos a desobedecer a mamá, que sin levantarse de la mecedora que había puesto frente a la entrada, nos había prohibido, con voz suave pero rotunda, abrir la puerta y las ventanas.

Al quinto día cayó rendida por el sueño, y mientras roncaba con el rifle en su regazo encendimos un candil. Cuando nuestros ojos se hicieron al fulgor de la vela observamos cómo una de las sombras que se contoneaban en la pared tomaba asiento en la mesa del comedor y le daba un puñetazo. Antes de soplar la llama, oímos un eructo familiar y vimos claramente que le faltaba un trozo de cráneo.  
 

Vacío

VACÍO

Solo le quedaba un cigarrillo en aquel paquete arrugado. Lo sacó y estiró, esparciendo hebras de tabaco en su pantalón negro. Con el mechero del coche lo encendió, aspiró una bocanada de humo y tosiendo, medio asfixiado, maldijo el puto veneno. Abatido, la maldijo a ella también.
Lo apagó y siguió revolviendo la guantera, dejando caer en la alfombrilla un ambientador de canela, las gafas graduadas de ella, el navegador, los caramelos mentolados de ella, unas flores secas y el pañuelo con el que ya nunca volvería a cubrirse, ella, su cabeza pelada. Desconsolado, imaginó encontrarse una pistola con una bala en el cargador.


Se acabó la función

SE ACABÓ LA FUNCIÓN                       

Para implorarle que vuelva a casa intenta evitar el tic del ojo y no levanta la voz, lo ha practicado montones de veces frente al espejo. No titubea para asegurarle que sí, que sigue yendo a la consulta de la doctora Fabiana mientras cruza los dedos detrás de la espalda. También ha ensayado, y mucho, lo de aceptar con una enorme sonrisa el capuchino de máquina que le trae Amanda, la secretaria pelirroja.
Hasta ahí bien. Pero por la noche no consigue nunca que atraviese el umbral de la puerta sin empezar a gritar y tirarse de los pelos cuando le ve entrar sin limpiarse los zapatos en el felpudo.

                                                                               

Piso de estudiantes

PISO DE ESTUDIANTES

La casa ha comenzado a llenarse de hormigas voladoras, tan grandes que cuando planean alrededor de tu cabeza te despeinan. Pero no es por eso por lo que estoy pensando en cambiarme de piso, ni por los tábanos malayos, también enormes, que como te descuides te hincan los colmillos hasta la yugular. Mira, mira qué mordiscos. Lo que me fastidia realmente es no poder traer a mi novia, que odia los bichos.
Compartir piso con un alumno de Artes Culinarias no resulta nada fácil, y no exagero. Esta mañana no veas qué arcadas me dieron cuando me preguntó por qué estaba vacío el táper de esperma de pulpo.


Pecado

PECADO


Como si de una plaga venenosa se tratara, es verlos pasear en cueros por la orilla, con sus ingles depiladas y sus culos tan morenos, y a doña Elvira se le eriza el vello de los brazos, le entran como picores, hasta el pulso se le acelera. «¡Cuánto depravado, Dios mío!», bufa tras enjugarse el sudor del bigotillo con un pañuelo. Pero no se despega de sus prismáticos, no, agazapada tras las cortinas de su saloncito con vistas al mar.


Nana

NANA


Sin beso de buenas noches ni nanas hasta dejarle dormido en su cuna. Sin dibujos infantiles en la pared ni lámpara proyectando estrellitas en el techo, para que no se quede a oscuras. Sin barcos, buzos y sirenas en la bañera de plástico ni masajes con bálsamos. Sin su primer diente, sin su primer paso. Todos los achuchones sin dar se fueron también con el legrado.
Tras abandonar la clínica, te colgaste al hombro la mochila y pensativa te encaminaste a casa. Al entrar, sin mirarla a la cara, dijiste un hola muy bajito a tu madre y te metiste furiosa a la cama.


La voz

LA VOZ

Tenía la sonrisa más triste que he visto en mi vida. Llevaba más de dos horas restregándose con el pañuelo la nariz, enjugándose los ojos, suspirando, «ayayay, mi niña», y emitiendo sonidos ahogados, burbujeantes, desde la garganta.
Por primera vez en cuatro semanas, me veía contemplando su imagen frente al espejo de la habitación rosa. Por primera vez en tanto tiempo, Amanda toleraba su reflejo.
Pero no fue motivo de alegría. Sus lagrimones se deslizaban lentamente hacia el interior de unos labios palidísimos, siguiendo el cauce entre sus mejillas y la nariz, hasta colarse en la boca, impregnándole el paladar de un sabor a sal amarga. La conocía demasiado bien, y aunque no las he probado, imagino a qué saben las lágrimas. Pero lo que realmente me alarmó fue que mantuviera aquella sonrisa. Hacía cuatro semanas que no la veía sonreír. Desde que nació muerto el bebé.
Me asusté.
Amanda, cielo, es genial que te mires por fin en el espejo le susurré con mi voz más cálida. No es que estuviera muy convencida de lo que estaba diciendo, pero sabía que tenía que decirle lo que ella necesitaba escuchar—. Lo mejor es que te olvides de todo, poco a poco —. La vi que andaba hurgando en el armarito del botiquín, abriendo y cerrando frascos, dejando caer con desgana al suelo los botes vacíos— te recojas la melena en una coleta, te laves la cara con agua fría, y vayas a pasear al perro por la urbanización, que no hay más que ver las ganas que tiene de salir a corretear —. El husky movía la cola, animoso.
Pero Amanda no me escuchaba. Había entrado en la habitación rosa. Justo donde no debía ir.
Yo solo quería distraerla, sacarla de su hermetismo. Hasta ahora, estaba tan ausente que ni yo ni nadie —su marido, sus hermanos, sus amigos— habíamos conseguido apartarla de la cuna… de la nena.
—Amanda, tengo que ir al taller —se había despedido aquella mañana George, su marido, mientras bebían de pie un café en la cocina—. No puedo faltar más. ¿Estarás bien? Cualquier cosa, me llamas, ¿de acuerdo? —y la había llenado de besos antes de salir algo taciturno hacia su lugar de trabajo.
Amanda le dijo a todo que sí. Pero era que no. Con sus labios secos y agrietados lo besó por encima, como quien no besa. Él, confundido por un cariño que últimamente no recibía, se relajó. Interpretó como una señal de mejoría que se pasase el cepillo por los rizos, después de tanto tiempo sin hacerlo.

Mientras George metía cuesta abajo la primera marcha en la rampa del garaje, pensando en todo lo que tenía que hacer, Amanda se despedía agitando la mano. Luego, accionó la palanca que bajaba la puerta metálica y rebuscó en la caja de herramientas. Encontró un cutter oxidado y se rajó la muñeca izquierda, hundiendo la cuchilla en ella, sin prisa. Mientras perdía el conocimiento, creyó ver a su niña diluida en una corriente de aire que se le acercaba.

La vie en rose

LA VIE EN ROSE


Iluminada por el haz brumoso de las farolas, la ciudad del amor se dispone para la seducción una noche más. Junto al Sena, una banda de trompetistas negros toca música de jazz mientras los camareros de las terrazas descorchan botellas de champán. En la barandilla de Pont Neuf una pareja sella con un candado su repentino amor eterno. Debajo, ovillado sobre unos cartones, Etienne saca una mano del bolsillo del gabán y da una chupada a la colilla que acaba de caerle. El filtro tiene manchas de carmín, y mirando pensativo las aguas púrpuras del río da otra larga calada.

La rabieta

LA RABIETA


—¡Jo, papá! —sollozaba Miko abrazado a la pierna de su padre—. ¡Con lo chulo que me había quedado!
El padre restregaba con hierbajos la pared mientras el niño suplicaba, impotente, viendo cómo resbalaban los chorretones marrón y ocre y rojo de su obra.
—No será porque no te lo ha repetido mil veces tu madre —decía el hombre arrastrándole por el suelo de piedra conforme se desplazaba de derecha a izquierda—: que no quiere ver un león ni en pintura.
—Cuando sea mayor y tenga mi propia gruta —hipaba desconsolado— haré todo lo que yo quiera.
—Venga, no llores. ¿Por qué no dibujas ciervos, o caballos?
—¿Y bisontes, papá? —preguntó más animado.
El hombre, con disimulo, se aseguró de que su esposa no miraba y cogiendo de la mano al pequeño lo condujo al fondo de la cueva.
—Pinta aquí. Pero que no se entere tu madre, ¿eh?


La madre

LA MADRE

«Otra vez septiembre; voy a forrar los libros de Pablo», se dice Julia, animada. Con unas tijeras de punta redonda recorta un trozo del rollo transparente, envuelve con él un manual de la estantería y dispone tiras de celo para pegarlo a las tapas. Mordiéndose la lengua, escribe con mayúsculas el nombre y apellido del muchacho en la solapa. Después, cierra los ojos y aspira el olor a papel metiendo la nariz entre las páginas.

Pablo se acerca tragando saliva, coloca el vademécum de Anatomía en su balda y la besa tiernamente en la cara. «Quita», protesta divertida, «me pincha tu barba».

Folios en blanco

FOLIOS EN BLANCO

El nombre en clave de la operación era Zeus. Copió la idea a los americanos, con sus huracanes Irma y Wendy y Harvey. Pero los dioses y los reyes le parecieron más pomposos, y tras comenzar con la «a» de Atila había llegado finalmente al rey del Olimpo.
Con letra mayúscula escribió la zeta; después la e, la u y la ese. Esto le ocupó toda la mañana, entre los imperativos «alza los pies que estoy pasando el aspirador», y «vete a la calle y no vuelvas hasta las dos» de su mujer.

Metió el folio en una carpeta, dijo hasta luego y se fue a clase. Se había inscrito en un curso de relato para mayores de sesenta. ¡Cuántas veces había imaginado a su comisario metido en embrollos! «La importancia de un buen título», había insistido la señorita el primer día, y ya tenía 27 capítulos por empezar.

Escarceos

ESCARCEOS


El crujir de las hojas les recuerda lo solos que están. Él trata de calmarla, acariciándole el cuello y acercando sus labios a su boca, pero Laura se le sacude de encima, cabreada. Sigue pensando que tenían que haberse quedado en el burger, tomando un refresco, en vez de venir a esta casa abandonada en mitad de un bosque lleno de aullidos espeluznantes y pisadas. Laura hinca las uñas al muchacho en el brazo y se tapa con la otra mano los ojos cuando escucha acercarse el ruido de una motosierra y la sangre empieza a salpicar la pantalla.


El tío Ambrosio

EL TÍO AMBROSIO

No hubo forma humana de hacer entrar en razón al del seguro.
Todos los fardos de alfalfa desperdigados por el pajar. Tanto levantarme al alba y tanto embalar ¡para nada!
—¿El huracán Irma? repetía enarcando una ceja, como el Sobera, el de la tele.
—Sí. Fíjese qué estropicio.
Y el tipo se reía tanto que hasta se le saltaban las lágrimas.
Adiós, cuídese —dijo dándome un golpecito en el hombro. Y se fue.

No sé, me deja pensando. Estos arañazos en la cara, el carmín alrededor de mi bragueta, el olor a pescado que me acompaña desde que amanecí sobre una paca esta mañana y las agujetas que tengo… empiezo también yo a sospechar que lo de anoche no fue solo un sueño.

El pedido

EL PEDIDO


—Lo que usted diga, doctor Frankenstein. Sí, he tomado nota de todo: un serrucho, pegamento, un cúter, una caja de tornillos… Mañana lo tiene. Ah ¿que lo necesitaba para hoy? Rediós, qué prisas. No, nada nada, que sí, que esta misma tarde se lo acerca mi mujer. ¿Cómo que lo quiere para ya? Imposible, el mozo ha salido con los recados y estoy solo en la tienda. Pues hombre, si tan mal huele en su casa abra las ventanas, ¿no? De acueeerdo… después de comer yo mismo se lo llevo. Sí, hombre, sí, no me olvido de apuntar también dos garrafas de ambientador.

El luto

EL LUTO


«8 de diciembre de 1980». Más de treinta años desde que se despeñara su amado y un movimiento del glaciar le devolvía ahora su cuerpo intacto. Antes de que lo metieran en una caja, Helga se arrodilló a su lado para besar suavemente sus labios violáceos, acariciar los carámbanos de sus pestañas, sollozar sobre su pecho helado. «Tanto tiempo esperándote, amor mío», susurraba la mujer mientras leía con extrañeza la fecha del medallón que le colgaba del cuello. Al girar intrigada aquel objeto desconocido, livideció al leer «Erik y Lisbet» en letras doradas de filigrana.

Ceguera

CEGUERA


—Desde ese día nadie vende barquillos en el parque —suspiraba el vejete mientras echaba pan a los patos—. No hay mamás tirando de sillitas ni turistas pululando con sus planos arrugados. Tampoco malabares o saltimbanquis. Nada. Añoro hasta las cáscaras de pipas donde los bancos.
Pero a las que no echo nada de menos —reniega golpeando una y otra vez el aire con su bastón blanco— son a las puñeteras palomas. Coño, que caguen en otro lado.


Armas de mujer

ARMAS DE MUJER


—¡Pe-pero Menchu! —balbucea Marcia—. Qué rejuvenecida te veo. —La mira de arriba abajo—. Pareces tu nieta —añade con bastante mala baba.
Menchu se gira como una peonza, meneando el culo sin mucha gracia.
—¿Y estos leggings? —Marcia hurga en su cintura buscando la etiqueta: talla 36—. Ya sé, no me digas más. Vienes de L´Estetic Clinique: Criolipolisis, Ultralift, Radiesse…
Menchu suelta un jijiji, mostrando una dentadura blanquísima tras sus morros de pato.
—No entiendo, cielo. ¿Radiesse? ¿Ultralift? ¿Tienes un diccionario?
—Muy graciosa. A ver ¿y tus patas de gallo?
—He descubierto el elixir de la juventud. Pero no lo largues por ahí, que es un secreto.
—Habla.
—Machacas en un mortero alcachofa, apio…

—¡Yo sí que te voy a machacar…!

Ardid

ARDID


Sigo observando mi trocito de cielo azul y el sol amarillo que desde una esquina guiña un ojo, sonriente. Tal como me dijo papá: que sonriera el sol. La doctora dice que eso le gusta, que pinte paisajes. Con los lápices marrón y verde dibujo unas montañas que cruzan la cuartilla y dejo los picos sin colorear, como si estuvieran nevadas las cumbres. A la doctora no le extraña que el sol no derrita la nieve, ni que siga con el anorak puesto pese al calor que hace en este ambulatorio, ni que escriba «papá» encima del monigote que sujeta un bastón.

Apodos

APODOS

La última vez que vi discutir a Maruja con sus hermanos fue en el despacho de la funeraria. Después de aquello no se volvieron a hablar.
Don Román Hoz Galvano, el Boñigas dijo mi cuñado el Bizco—, viudo de la Cuervo…
Perdón preguntó el de la funeraria dejando de darle al teclado. ¿Puede repetirme el nombre del finado?
Mi otro cuñado, el Lombrices, repitió.
El Boñigas. Así le conocían en el pueblo. Si no, no se van a enterar de que se murió cuando vean la esquela.
Mi mujer les dirigió una mirada desdeñosa. Yo permanecí en una esquina, callado.
Y yo Maruja la Puñales, ¿no? Vaya un par de garrulos estalló, dando un puñetazo a la mesa. Mis cuñados bajaron la cabeza, amedrentados. ¿Vosotros dos sois mongolos o qué?resopló, enervada.
Es lo que él habría querido: el Boñigas. Así se hacía llamar —musitaron.
Escriba usted el nombre de mi padre. Sin motes ordenó enjugándose la frente con un pañuelo de seda—. Y vosotros iros a la mierda, que me tenéis hasta el higo.
Los dos hermanos salieron y se hizo lo que ella mandó. Del pueblo del Boñigas no vino nadie al entierro, ni siquiera el capellán. Sospecho que nadie se enteró.