APODOS
La última vez que vi discutir
a Maruja con sus hermanos fue en el despacho de la funeraria. Después de
aquello no se volvieron a hablar.
—Don Román Hoz Galvano, el
Boñigas —dijo
mi cuñado el Bizco—, viudo de la Cuervo…
—Perdón —preguntó
el de la funeraria dejando de darle al teclado—. ¿Puede repetirme el nombre
del finado?
Mi otro cuñado, el Lombrices,
repitió.
—El Boñigas. Así le conocían en
el pueblo. Si no, no se van a enterar de que se murió cuando vean la esquela.
Mi mujer les dirigió una mirada
desdeñosa. Yo permanecí en una esquina, callado.
—Y yo Maruja
la Puñales, ¿no? Vaya un par de garrulos —estalló, dando un puñetazo a
la mesa. Mis cuñados bajaron la cabeza, amedrentados—.
¿Vosotros dos sois mongolos o qué?—resopló, enervada.
—Es lo
que él habría querido: el Boñigas. Así se hacía llamar —musitaron.
—Escriba
usted el nombre de mi padre. Sin motes —ordenó enjugándose la frente
con un pañuelo de seda—. Y vosotros iros a la mierda, que me tenéis
hasta el higo.
Los
dos hermanos salieron y se hizo lo que ella mandó. Del pueblo del Boñigas no
vino nadie al entierro, ni siquiera el capellán. Sospecho que nadie se enteró.