CEGUERA
—Desde ese día nadie
vende barquillos en el parque —suspiraba el vejete mientras echaba pan a los
patos—. No hay mamás tirando de sillitas ni turistas pululando con sus planos
arrugados. Tampoco malabares o saltimbanquis. Nada. Añoro hasta las cáscaras de
pipas donde los bancos.
Pero a las que no echo
nada de menos —reniega golpeando una y otra vez el aire con su bastón blanco—
son a las puñeteras palomas. Coño, que caguen en otro lado.