DELIRIUM
No necesitó alejarse unos pasos de la pared para darse cuenta de
que algo le faltaba al cuadro. Del entusiasmo que había sentido al encrespar el
océano y llenar de espuma su superficie, pasó a la decepción al comprobar que
no quedaba pintura negra y gris para oscurecer, cual galerna repentina, el
cielo azul. Y ahora, ¿con qué nubes provocaría un vendaval que desplazase al
velero sobre las olas?
Tomando aire se acercó, sopló el lienzo y observó con agrado
cómo el mástil se combaba entre sus telas inflamadas y el barco iniciaba su
periplo, surcando un mar embravecido. Avanzaba dejando atrás el temporal cuando
divisó unos cocoteros en un islote de arenas blancas.
«Esto —pensó— no me lo esperaba. Voy a dibujar un náufrago
barbudo; no, mejor sin greñas —se animó— como si acabase de llegar, ¡que se
busque la vida!». Entonces sonó el ding-dong de
la entrada.
Contrariado, escondió los pinceles en un cajón y empujó con un
pie los tarros de témpera detrás de las cortinas. Pulverizó con ambientador
para mitigar el olor a tinte, restregó unas gotitas de espuma que habían
salpicado sus gafas y, circunspecto, abrió la puerta, señalando al nuevo
paciente el diván.