LA RABIETA
—¡Jo, papá! —sollozaba
Miko abrazado a la pierna de su padre—. ¡Con lo chulo que me había quedado!
El padre
restregaba con hierbajos la pared mientras el niño suplicaba, impotente, viendo
cómo resbalaban los chorretones marrón y ocre y rojo de su obra.
—No será
porque no te lo ha repetido mil veces tu madre —decía el hombre arrastrándole
por el suelo de piedra conforme se desplazaba de derecha a izquierda—: que no
quiere ver un león ni en pintura.
—Cuando sea
mayor y tenga mi propia gruta —hipaba desconsolado— haré todo lo que yo quiera.
—Venga, no
llores. ¿Por qué no dibujas ciervos, o caballos?
—¿Y bisontes,
papá? —preguntó más animado.
El hombre,
con disimulo, se aseguró de que su esposa no miraba y cogiendo de la mano al
pequeño lo condujo al fondo de la cueva.
—Pinta aquí.
Pero que no se entere tu madre, ¿eh?