PENUMBRA
Si no recuerdo mal las
veces que oí el canto del gallo, llevábamos ya cuatro días a oscuras y sin
movernos de casa. Los que habían pasado desde que volvió papá de la tasca tan
borracho como siempre y gritó a mamá más fuerte que nunca. Esa misma noche ella
desenroscó todas las bombillas de casa y las guardó bajo llave en un baúl.
Durante todo
ese tiempo las tinieblas y el silencio se adueñaron de nuestra cabaña. No nos
atrevíamos a desobedecer a mamá, que sin levantarse de la mecedora que había
puesto frente a la entrada, nos había prohibido, con voz suave pero rotunda,
abrir la puerta y las ventanas.
Al quinto día
cayó rendida por el sueño, y mientras roncaba con el rifle en su regazo
encendimos un candil. Cuando nuestros ojos se hicieron al fulgor de la vela
observamos cómo una de las sombras que se contoneaban en la pared tomaba
asiento en la mesa del comedor y le daba un puñetazo. Antes de soplar la llama,
oímos un eructo familiar y vimos claramente que le faltaba un trozo de cráneo.